Es cierto, a veces el desconocido perro de la felicidad me lame la rodilla y yo no tengo la correa. Mi dicha, en cualquier caso, ha tenido que ver con los amigos y con las mujeres. En el tema de la amistad, me gusta recordar al Conde de Montecristo, cuando Maximiliano dice, los amigos que perdemos están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que siempre nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí. Les consulto mis dudas, y si hago algún bien, a sus consejos les debo. Consultad la voz de vuestro corazón, Morrel, e inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal semblante. A pesar de la cita de la genial obra de Dumas, yo no he tenido mucha suerte con el tema de la amistad. Quiero decir que soy hombre de pocos amigos, y soy, seguramente, el único a culpar.
La causa es mi manía de ser sincero cuando la gente pregunta mi opinión sobre un tema que les afecta personalmente. Mis honradas respuestas, pardiez, suelen dejar a mis interlocutores tan pálidos como las nalgas de una monja de clausura. Por eso, no me extraña que en los últimos diez años sólo haya recibido una llamada de un amigo para felicitarme el cumpleaños. A veces, he imaginado si un día dejara de abrir los ojos, Dios no lo quiera, la reacción de la gente que una vez me conoció. Y la conclusión que saco es que de igual forma que no saben si padezco o gozo, la mayoría no me dedicaría ni un pensamiento agradable.
Ya les digo, no sufro por ello, aunque con los años he desarrollado una capacidad para mantener la boca sellada. Mi método consiste en recordar episodios pasados que me complicaron ciertamente la existencia. Uno de ellos fue cuando en un hospital, uno de mis familiares acababa de traer una criatura al mundo. Allí, viendo el rostro del recién nacido, una pandilla de descerebrados les sacaba todo tipo de parecidos; “tiene la orejitas del abuelo, el culete de la madre y los ojos del padre”, pero coño si los tenía cerrados. Hasta que, claro, llegó mi turno. Tragué saliva y tras ver como aquella cosa tenía más vello facial que el mono del zoológico de Fuengirola, disparé; “pues ni a papa, ni al abuelo, ni mucho menos a la madre, el bambino se parece a un chimpancé, y acabo de ver a un equipo del National Geographic entrando al hospital para grabarlo”. Huelga decir que aquello fue el final de una bella amistad. De cualquier forma, aunque uso este método que yo he bautizado como de recuerdos negativos, no sé a que viene que los amigos te pregunten cosas cuando existe el riesgo de sufrir un ataque de sinceridad. Collons, es como si no me conocieran. De cualquier forma, he de decir que en el azaroso mar de la vida perdemos a gente, y nos perdemos a nosotros mismos. Algunos quedaron tirados en alguna cuneta y otros vuelven cuando nuestra cuenta corriente engorda. Aunque, justo es reconocerlo, siempre hay alguna contada excepción. Pero todos los que alguna vez compartieron amistad con un servidor, me han dado más de lo que me quitaron, y como les decía, a ellos les debo muchos momentos de felicidad.
En cuanto a las mujeres de las que ni Freud, ni ellas mismas saben demasiado, he de decir que las admiro profundamente por su inteligencia y arrojo. Son buenas amantes, excelentes madres, arpías profesionales, grandes compañeras y sí, muy complicadas. De muchas de ellas he aprendido algunos trucos que aplico en la vida. Y luego, claro está, he de destacar su belleza, pero cuando no la tienen, un caballero como el que aquí suscribe, falta a la verdad por costumbre. Yo, lo reconozco, presumo de no haber dicho jamás la verdad a una dona. Hacerlo sería contraproducente pues siempre se corre el riesgo de sufrir una somanta de palos. Además, no ando muy descaminado al afirmar que todas viven creyéndose princesas de su propio cuento, y uno no es nadie para quitarles la ilusión. Si ellas dicen que sus ojos son de esmeralda y zafiro, pues uno se olvida de que existe el color verde, y si están horribles con esos kilos sobresaliendo por debajo de la camiseta, pues tampoco se gana nada recordando que esas carnes no son tocinito de cielo.
En conclusión, soy el hombre que vive en las sombras en cuyo corazón estallan miles de violines. Un ser envuelto e vahos de penumbra azul y púrpura. Alguien fuera de tiempo y de lugar. Una mancha negra en la paleta del creador que ha tenido en la vida más de lo que realmente merecía. Por eso, ahora que la lluvia es una mortaja de vapor sobre el condado de Wicklow quiero agradecerles a todos los buenos momentos que compartimos, porque como a Maximiliano, los amigos y las mujeres del pasado me acompañan en mi soledad.
Sergio Calle Llorens
Soy escritor, investigador, guionista, profesor de idiomas y muchas cosas más que no caben aquí. También tengo una sección en Espacio en Blanco de RNE. El mundo se divide en dos categorías, los que tienen el revolver cargado, y los que cavan, tú cavas.
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Me encanta como escribes.
ResponderEliminarUn beso
Charo
Muchas gracias Charo.
ResponderEliminarCaramba, es que si parecía un chimpancé, parecía un chimpancé... ¡las cosas como son! jaja.
ResponderEliminarBuen texto.
Saludos :-)
Muchas gracias amiga y a ver cuando te veo con tu obra públicada. Besitos
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