Aquella
noche de San Juan no cumplí con el rito del fuego. Tampoco salté las
siete olas de rigor ni retocé en la arena con la rubia de mis sueños. Ni siquiera arrojé a la hoguera ese papel con la lista de deseos. Aquella
noche, simplemente, mi padre me prohibió taxativamente asistir a la moraga que
unos amigos habían organizado en una playa de Rincón de la Victoria.
Como era de esperar el espíritu
rebelde se apoderó de mi alma. Así que tomé mi motocicleta (una mobylette
roja) y me marché unas horas. Supongo que intentaba olvidar la humillación
que mi padre me había infringido en presencia de mis amistades femeninas. Demasiado
orgullo para tan poco hombre. El de un muchacho de cortas luces en una
noche muy larga. Gasolina y fuego siempre es una combinación peligrosa. Sin
embargo, mi ángel de la guarda, que por una vez no andaba despistadillo, hizo acto
de aparición en la puerta de la Venta del Bizco, bautizada así por la
mirada estrábica del dueño. Fui derecho a la barra a pedir un vodka con
naranja- sí Millennials, a los menores de edad se nos permitía beber
alcohol en los bares- y el patrón, que me conocía de vista, accedió a satisfacer
mis deseos báquicos.
Me gasté en
copas todo el dinero de la Noche de San Juan- Fiesta marcada en rojo a
esta orilla del Mediterráneo- mientras juraba en arameo. En el bar
sonaba el Pass the dutchie de Musical Youth cuando llamé al dueño.
En ese momento el bizco me preguntó si me pasaba algo. Lo hizo con tacto y delicadeza.
Décadas tratando con borrachos y diferentes tribus, supongo, y solté la maldita.
El hombre me escuchó con atención dándome la razón en todo como a los tontos.
Pero cuando pedí la penúltima, aquel hombre se puso tenso y se me quedó mirando
como tratando de calibrarme. Luego me sirvió ese destornillador con la condición
de que me fuera a casa tras la ingesta. Al asentir comenzó a explicarme que mi
padre había perdido las formas, algo inexcusable a sus ojos, pero en el fondo
los dos sabíamos que su negativa a dejarme asistir a la moraga era su forma de
decirme que le importaba.
Cumplí mi
promesa y volví a casa humillado, dolido y medio borracho. Todavía hoy recuerdo
la luz de Noctiluca filtrándose por la ventana de mi habitación que me
hizo imaginarla en la arena en los brazos de otro chico. Cerré los ojos y la
luna de junio, que fue testigo de mi desencanto, volvió al año siguiente y al
otro. Esta noche tampoco faltará a su cita proyectando sus rieles de plata en
las mágicas aguas de la playa adonde yo no pude acudir en aquella lejana noche de San
Juan. Pero seré yo el angustiado mientras aguardo, con el corazón en un
puño, la llegada de mi hijo de madrugada. Mi padre en el cielo se debe de estar
partiendo de la risa.
Sergio Calle Llorens
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