sábado, 23 de noviembre de 2013

EN HUNGRÍA

Las luces mortecinas de la ciudad se reflejaban en el Danubio mientras mi amigo húngaro y un servidor degustábamos  una delicia local; la Káposzta que es carne envuelta en repollo fermentado. Todo regado con un buen vino de Alsacia. La conversación trascurría por las avenidas de la cultura europea; libros películas y lugares comunes de nuestra existencia. Entonces salió a colación el peligro judío que, según el húngaro, amenaza a su patria. Si Irán vence a Israel en un conflicto bélico, insistía, los hebreos no tendrán otra cosa mejor que hacer que invadir Hungría. “Hay demasiados judíos en mi patria,” me decía ignorando mis orígenes.

Me quedé en silencio recordando que no lejos de donde cenábamos, el 16 de junio de 1944 millares de patriotas húngaros se congregaron en una plaza para quemar libros ante la mirada atenta de los soldados nazis. Kolozsvary, el secretario de Estado sonreía de puro placer ante el espectáculo. Luego llegaron las deportaciones a los campos de concentración y los asesinatos. Aquella infausta jornada cerca de medio millón de libros, 447.627 para ser exactos, ardieron pasto de las llamas. Del número de hebreos asesinados los historiadores no se ponen de acuerdo. Pese a ello, el húngaro trataba de minimizarlo mientras maximizaba el peligro judío actual.

En aquellas mismas jornadas aciagas para la humanidad, un diplomático español salvaba a miles de judíos, sefardíes o no, de la muerte. Una gesta que le valió a Ángel Sanz Briz el título de Justo de la Humanidad otorgado por el Parlamento de Israel en 1991. Fueron 5000 judíos los rescatados por el zaragozano. Número redondo que siempre ha sonado muy bien a mis oídos. 

Cuenta la historia que cuando San Briz se acercó a ver in situ la quema de libros, un ejemplar cayó a sus pies, se trataba del Mishné Torá (La Mano Fuerte) y su autor era el sabio español, de religión judía, Moisés Maimónides.  Tal vez fue una señal para que nuestro compatriota no olvidara a sus hermanos judíos, tan españoles como él mismo.

Seguí escuchando las quejas del húngaro sobre “el pueblo maldito” en Hungría aunque no representan ni un 2% de la población. Estuve tentado de decirle que si los judíos son capaces de dominar todo en su país, y con ese bajo porcentaje de presencia, merecen ser nombrados la raza elegida por Dios. Sin embargo, callé mientras le dejaba decir sandeces en su italiano aprendido en Roma.

No quise sorprender a mi interlocutor con las bondades de La Cabala. Lo dicho; silencio mientras él soltaba su doctorado de odio y destrucción. Sin saber muy bien por qué, a mi mente llegaron reflexiones de mi paisano Ben Gabirol, autor de Fons Vitae que, por cierto, fue considerada una obra cristiana hasta que Tomás de Aquino empezó a atacarla. Luego, como por ensalmo, pensé con tristeza en todos aquellos desgraciados que perdieron la vida e las cámaras de gas de Birkenau, Dachau, Mauthausen; 220.000 húngaros judíos si nos atenemos a los cálculos más aceptados. La noche era bella y Budapest estaba como la primera vez que la visité, enjoyada de dulce niebla. Comenzó a llover levemente y pensé mientras brindábamos que, tal vez, en otro tiempo, aquel tipo húngaro y yo nos habríamos estado matando. Incluso, cabe la posibilidad, de que el profesor de lenguas románicas hubiese colaborado con mi deportación a algún campo de concentración cercano. Vencimos a los nazis, derrotamos a los comunistas pero no podemos relajarnos ni un minuto ante las hordas totalitarias de todo signo, porque algunos, ya ven, sólo quedamos bien frente a un pelotón de fusilamiento o en una cámara de gas.

Sergio Calle Llorens 

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