Derramando al
paisaje la mirada de mis ojos turbios percibo un cielo abovedado que transmite
una claridad mortecina. La soledad del instante me impresiona tanto que ya ando
en busca de mis iguales. Dispongo de poco tiempo porque sé que mi nombre, una
gota de agua a esta orilla del Mediterráneo, caerá desplomado al suelo
como un pájaro inerte. De momento, la muerte puede seguir esperando, pero si el
infierno está impaciente por recibirme, pues nada, Satanás ponme otra
copa más. Al pensar en ello cruza mi mente un viejo poema irlandés:
Evitar
la muerte
Lleva demasiado
tiempo y cuidado
Cuando
al final del todo,
La muerte
coge a todos desprevenidos
Estos versos,
que solían recitarse en la vieja Eire, me convencieron una vez que no
hay que tenerle miedo a que no haya vida después de la muerte sino a que no haya
vida en la vida. Por eso sigo caminando con alegría por torrentes solitarios
porque he sido un faro solitario que enviaba débiles destellos en la bruma. Una
jábega rompiendo las olas. Un letrista que prefirió siempre abrazarse al Rock
and Roll que a la triste tonada de los cantautores.
Conseguí ser
uno de los pocos elegidos en vez de ser uno más del montón. Esos que van mirando
al móvil a todas horas, pero que no ven nada porque en nada se fijan. Esos que
han olvidado las más mínimas normas de cortesía. Personas que ni siquiera saben viajar en el
autobús. Por no saber, no saben ni donde colocarse en las escaleras del Metro;
Esos africanos vociferando como si quisieran alertarnos de alguna catástrofe en
ciernes. Esos hombres que viajan sentados con las piernas abiertas por aquello de sus
santos cojones y que, para seguir jodiendo, nos pinchan sus canciones a todo
volumen. Esas mujeres que nos deleitan con sus comprillas y sus vidas amorosas.
Cansinas, repetitivas y agotadoras. La semana pasada una chica llegó a decir la
palabra ya más de quinientas veces en la línea roja del suburbano. Habría que empezar a fusilar,
y sin previo juicio, a todo aquel que, usando el transporte público, hable más
de cinco minutos por el móvil.
Veo
despistada, y sola, a la gente La insoportable levedad del ser, que diría Milán
Kundera. La cantidad de majarones que hay, que decía mi padrino. El número
tan elevado de tontos llega hasta extremos francamente empalagantes, que
hubiera añadido mi padre. Estamos rodeados de idiotas que nos acechan por todas
partes. No es sólo la clase política con su flojera curricular sino también los
tiernos y flojos adolescentes. Sobre estos últimos el desternillante informe PISA
nos confirma que son tontos del culo. De
hecho, son tan tontos como sus compañeros universitarios que viajan con las
mochilas puestas y no dejan sitio para nadie, y el que venga detrás que
acarree. A veces he pensado que este tipo de estudiante piensa que las mochilas
son paracaídas que se abren si se caen de cabeza por las escaleras mecánicas. Lo
peor de todo es que el voto de esta gente vale lo mismo que el de un servidor. No
salgo de mi asombro. Alzando los brazos hacia el cielo me pregunto: ¿si no soy
un genio porque vivo dentro de una botella? ¿Y por qué aguanto tanto?
Sergio Calle Llorens
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