Me gustaba John
McEnroe, y mucho, cuando perdía los papeles en una pista de tenis adoptando
el que más le iba, el de malote: esas miradas asesinas, esos gestos de mal
perdedor, esas sonrisas cargadas de sarcasmo, esos andares de pistolero del Far West que parecían, lo juro, haber
salido de una película de John Ford. Recuerdo aquella final de Wimbledon contra
Bjorn Borg que fue, hasta la que
protagonizaron Rafa Nadal y Roger Federer en 2008 en el mismo torneo, la
mejor de la historia. Pero cuando más me gustaba era cuando rumiaba en arameo
antes de estrellar su raqueta contra el suelo, y los Dioses del cielo, creo, se
lo toleraban porque éstos siempre han bendecido a los valientes. Incluso cuando
soltaba su frase favorita para torturar al árbitro de turno: “You cannot be serious, ” yo le adoraba. Tatum
O´Neal, su ex mujer, llegó a confesar que el tenista la conquistó por su arrogancia y la seguridad
que desprendía a cada paso.
Hoy, sin embargo, la masculinidad, dicen, no se lleva. Es
más, existe una corriente ideológica que culpa a los hombres heterosexuales, supuestamente cargados de testosterona a todas horas, de todo lo malo
que ocurre en el mundo. Vienen a decirnos que debemos de dejar de ser hombres
para que dejen de suceder cosas malas. Mi respuesta, para todos aquellas que
piensan de tal guisa, es que los hombres no debemos dejar de ser hombres sino
que tenemos que dejar de ser malos. Es
nuestra masculinidad la que permite, entre otras cosas, salvar a una mujer,
incluso si no la conocemos, del ataque de un violador. La hombría que nos puede
hacer perder la vida mientras tratamos de ganárnosla- ya sea en una guerra o
trabajando de sol a sol- es necesaria y ya es hora de que alguien llame a las cosas por su nombre.
A las mujeres, en general, al menos aquellos a las que yo he
conocido, les gustan los hombres muy hombres. Tipos de carácter fuerte, pero de
buen corazón. Esa clase de hombres que les hacemos el amor como una bestia sin
olvidar nuestra alma de poeta. Esa virilidad que, junto a la dulzura, conquista
el corazón de una dama. A los más jóvenes les puede sorprender pero, lo juro,
hubo un tiempo en el que podías llamar gordo a un gordo y enano a un enano.
Incluso ser hombre, quiero decir muy hombre, cotizaba al alza en la plaza
pública. Hoy, en cambio, para empotrar a una mujer contra la pared debes tener la potra de no parecer demasiado
masculino. Al menos eso dicen algunas. Pero créanme; a las señoritas y a las señoras
les gustan los tipos duros que sabemos lo que queremos y como conseguirlo. Varones
que amaremos cuando ellas menos lo merezcan porque será cuando más lo necesiten.
Sin excusas. Sin lamentos.
Pero hablando de lamentos, y ya que hemos empezado con
tenis, la jugadora americana Serena Williams no hizo honor a su
nombre de pila al sucumbir a la ira en la final del Open de Estados Unidos,
destrozando una raqueta y llamando ladrón al árbitro del partido. Incluso llegó
a pedir que éste se humillara ante ella porque la tenista era una mujer, tenía una
hija y estaba luchando- ¡Señor dame
paciencia! Por los derechos de todas las mujeres. Y todo porque el juez de
silla la amonestó por recibir instrucciones de su entrenador. Lo que está
prohibido tajantemente por el reglamento. Además, su preparador había admitido
en la pista que hizo los gestos que propiciaron la decisión del árbitro. La
cobardía de Williams- her cocky
behaviour- haciéndose la víctima, al
contrario de lo que ocurría con John McEnroe,
tira de un argumentario tan pobre como los de esos paletos
norteamericanos que abuchearon a la ganadora del torneo: Naomi Osaka que terminó llorando y pidiendo perdón por haber derrotado a la heroína local. Algo inaudito en el mundo del
tenis. Casi tanto como el hecho de que solo John McEnroe ha salido a defender a Serena Williams tras su lamentable comportamiento.
¡Come on John, you cannot be serious!
Sergio
Calle Llorens