Hoy se ha levantado un día brumoso que empapa con su humedad las casitas
blancas del pueblo mediterráneo donde habito. Poco a poco, una neblina azulada
va trepando desde la mar alcanzando mi balconada que me hace de atalaya al
alba. En mi mirada circundante observo una boira viscosa que, imagino,
entorpecerá el avance de esos barquitos que prendían sus luces en la mar allá
por la madrugada. Hace un frío de alambique
en casa.
Sí, la mañana se ha levantado con cielos plúmbeos y brumas trepadoras. Yo,
por cierto, me acuesto de nuevo. No estoy cansado. De hecho, he descansado bien
pero no quisiera importunar demasiado los negocios y quehaceres habituales de
los lugareños. A lo lejos, aúlla un perro como en una letanía punzante. Lo oigo,
pero, insisto, yo ya sólo me guío por la llamada de los pliegues de mi cama. Mi
paseo por los acantilados de Rincón de la Victoria se demorará el tiempo justo
para que esta gente me monte las calles.
El sol aparece tímido tras la persistente niebla que en Málaga llamamos el
taró. Un término fenicio. Avanzo por estos caminos hasta alcanzar la playa.
Pero la mar ha desaparecido. La calima lo cubre todo. Escucho el arrullo del
mar con sus olas rizadas llegando fielmente a la orilla. Oigo la bocina de un
barco a escasos metros de la Playa de los Rubios que debe su nombre a unos
náufragos escandinavos que terminaron esposándose con las chicas del pueblo.
Unas hembras rollizas de pechos nutricios y miradas arrebatadoras. Espero que
la niebla no termine arrebatando la vida a los pescadores que hacen sonar sus
bocinas alertando de su presencia a otras embarcaciones. Creo advertir desde la
orilla una popa, pero de nuevo la neblina lo engulle todo. Sencillamente la
escena me parece una ilusión y hasta la banda sonora de las gaviotas se me
antoja amenazadora.
Después de una tregua vuelve la bruma al Rincón de la Victoria. En esta
húmeda estación el viento empuja la hojarasca hacia todos los rincones de este
singular pueblo. Un lugar en cuyas calles no se observa el paso del tiempo y
todo queda detenido. Por momentos siento que esta población sigue anclada en
1988 y, como aquella película del día de la marmota, sus habitantes repiten sus
quehaceres y hasta las conversaciones hasta el final de los tiempos. Nada
cambia y todo permanece inmutable; hasta las opiniones. Lo que más valoro de
este lugar es el silencio que reina. Especialmente en el invierno en cuyas
noches enmudecen hasta las ilusiones de sus moradores. En los jardines sólo se
oyen la oración de los jazmines que aguardan la finalización de la estación. La
yedra, por su parte, abraza a las enredaderas con la fe del converso. Yo
también me entretengo con la observación de la madrugada. Me alegra estar lejos
del tórrido verano. El frío, después de todo, civiliza mi espíritu. La calma se
incrementa por los rescoldos del fuego. El jardín de sombras de mi vida es
ajeno a la luz que ahora reina en mi alma bañada por el mar y regada por
generaciones de moscatel. Sueño con la lluvia purificadora. La senda del
cansancio inicia su escalada hacia mis ojos que comienzan a entornarse.
Azulea la mañana dejando atrás la bruma y la turbiedad del alma. Mi
desayuno se compone de panecillos untados de paté con champaña y zumo de
naranja de Alhaurín. Refulge la mar que contemplo desde mi casa. De pronto mi
vista se detiene en un cuadro de Mariscal. Un pintor de marinas cuyos restos
mortales reposan en el coqueto camposanto de Rincón de la Victoria. La marina
que admiro, tras dar otro bocado al panecillo, es una noche de tormenta. El
cielo alcanza un zenit lumínico por los relámpagos que aparecen en la parte
central del cuadro donde señorea el temporal. A la orilla arriba una ola con un
empuje sin réplica. El pintor, seguramente, pudo captar el Mediterráneo con sus
contrastes nocturnos en una noche pasada por agua. La pintura, por cierto, la
heredé de mi padre y me devuelve a los años felices de mi infancia. La marina
araña recuerdos perdidos de otros tiempos. La rueda desgobernada del pretérito
es muy caprichosa. Sé que el cuadro
conecta, y muy bien, por cierto, con mis miedos infantiles que destronaban mi
seguridad en el hogar familiar. Una fría madrugada en la que la inmensa patria
salada arreciaba la playa con sus olas. La pintura es tan buena que a mi cabeza
acude como un eco del pasado el sonido de los truenos. Tal vez también el
pintor sintió ese terror atávico escuchando la tormenta en una larga noche de
invierno. El pensamiento horada la calma chica que tanto anhelan los marineros.
La pintura seguirá colgada en mi pared hasta que Dios me descuelgue de este
mundo. Súbitamente un halo de tristeza me embarga. Busco un bálsamo para las
heridas que refulgen en mi piel como esos relámpagos que tan maravillosamente
pintó Mariscal.
Febrero ha traído una madrugada ventosa a estas orillas. Tiene la borrasca
forma de mujer: Helena. No hay dos inviernos iguales, pero siempre es la misma
sensación cuando la ventisca choca contra la ventana arrastrando con ella
cientos de gotas de lluvia; pánico y desconfianza. Oigo, desde la seguridad de
mi cama, caer dos tejas al suelo desde una casa cercana. Me acurruco bajo el
nórdico porque la nórdica dormita a mi lado ajena a mi espanto. Me abandono a
la desmedida lucha de los elementos. La mar parece tener la intención de
recuperar sus zonas querenciosas. Me consuelo pensando que mañana tengo paseo
campestre y que el Mediterráneo, en esta época del año, está frisado de
almendros. Árboles con flor blanca o rosácea cuyos cuernos de caracol
transforman nuestros campos en singulares estampas mágicas. Mañana, si Helena
no decide quedarse, entre lloviznas y vientos huracanados, nadie podrá impedir
que haga una escapada a los prados. Hasta entonces, la madrugada se viste con
el traje infantil de las pesadillas que arrastran las corrientes marinas. Oigo
unos pasos en la lejanía que se detienen a los pies de mi cama. Será la lluvia,
supongo.
Los almendros se tiñen de rosa. El ambiente es fresco y límpido en las
montañas que rodean la localidad. El silencio es rotundo y contumaz. El vino
que saborea mi paladar es mágico. La cocina de Málaga sencillamente esconde una
sensualidad en el arte de los fogones que bañan unas aguas siempre cercanas
entre azules y turquesas. Al margen de
estas estampas que recojo, y como un poseo, en mi cuaderno de campo, vuelvo a
la contemplación del paisaje y una idea cruza con celeridad por mi mente: “soy
la nada en comparación a este mar”.
Estoy hechizado por estas aguas en cuyo fondo, cuentan los más viejos del
lugar, yacen para siempre las esperanzas de los hombres del mar que perdieron
la vida en sus aguas. Por eso camino, y a un palmo del mar, por los acantilados
del Cantal empapados por los rayos de sol que refulgen en las aguas serenas.
Para arribar aquí he pasado por los antiguos túneles del tranvía de la Costa.
Máquina de hierro que vomitaba manchas de humo y hacía más ruido que un dragón.
A ese trenecito le llamaban “la cochinita”. Ahora los únicos que transitan por
estos lares son los caminantes que vienen a empaparse de cultura mediterránea o
los corredores. Éstos últimos corren a todas horas sin que sepamos muy bien qué
tipo de animal salvaje les persigue. En fin, la gente tiene derecho a elegir la
forma en la que se quita la vida. Pero nos desviamos porque en esta pasarela
junto al mar sobresalen unas rocas que los paisanos, también conocidos como
rinconeros, llaman “la cama de los solteros”. Unas rocas cubiertas por unas
coquetas sábanas de algas marinas que, dicho sea de paso, parece haber salido
de la mente de un creativo de Ikea. En verdad he estado tentando varias veces en
preguntar las causas por los que los naturales de este pueblo marinero
bautizaron con este nombre a estas piedras. Pero reprimo mi curiosidad al
recordar las pocas ganas que tienen siempre de intercambiar, no digo ya
información, sino saludos con aquellos que no hemos nacido en el municipio. Y
es que aunque llevo viviendo aquí más de una década, creo que no llega a la
docena las ocasiones en la que no me han ignorado por la calle. Como valoro
mucho el silencio, Rincón de la Victoria es el lugar perfecto para vivir.
En un atardecer purpura la muchachada intenta cabalgar las olas. El sol,
con su luz desmayada, ilumina tímidamente las tablas a las que se suben de un
brinco. La escena encierra una metáfora de la vida porque mientras más se caen,
menos tardan en levantarse. Rendirse no es una opción aquí. La operación
requiere colocarse al albor de la corriente marina dando las brazadas que
actúan como remos. Declina la atardecida en la Playa del Rincón de la Victoria,
la más larga de la Costa del Sol con sus siete kilómetros que llegan hasta la
Cala del Moral. A esta hora los lugareños y forasteros se sientan en las
terrazas del extenso Paseo Marítimo, o en sus bancos, y hasta en el mirador,
junto a la torre vigía de los acantilados del Cantal. Creo que al ver a estos
muchachos cabalgando las olas rizadas me doy cuenta de la primera
característica de mis paisanos; ir siempre a contracorriente. Prende una luz en
el cielo y una jábega torna de su navegación. Entonces me asalta una duda;
¿cómo se puede vivir sin mar?
En la Playa del Rincón de la Victoria hay una pequeña hornacina tras la que
reina la Virgen del Carmen, patrona de los hombres del mar, que sale en
procesión el 16 de julio. Una tradición marinera que tiene su culmen cuando los
hombres y mujeres transportan a la Señora a una embarcación para que bendiga
las aguas. Para ir a presentar los respetos a la Virgen del mar hay que acceder
por un coqueto camino empedrado protegido por vallas de madera. Allí acuden los
peregrinos para rezar con la banda sonora de las olas haciendo compañía. A unos
quinientos metros, y en alto, se encuentra la torre vigía que luce sus mejores
galas de noche cuando prenden sus luces, vigilando eternamente los atardeceres
cárdenos. Pero hoy no se ve un alma. Al parecer, existe el rumor que a estas
horas no están puestas las playas. Sin embargo, en la fina arena descubro a un
señor sentado en bañador pese a que todavía no pega con fuerza el Lorenzo. El
tipo está leyendo un ejemplar del Diario Sur en alemán. Es rubianco, orondo y
tiene la espalda cubierta de pecas. El tudesco parece ajeno a lo que sucede a
su alrededor. Bien mirado, no pasa absolutamente nada, salvo la marea que ha
comenzado a retirarse de la arena. El hombre jura en la lengua de Goethe contra
la prensa. Quisiera decirle que el periodismo no es reportar que Fulanito dice
que llueve y que Menganito afirme que hace sol, sino que consiste en sacar la
cabeza por la puta ventana para determinar quién dice la verdad. Eso implica
tomar riesgos y posicionarse del lado de los contribuyentes que no tocan poder.
Algo que, en términos generales, el periodismo comarcal no está dispuesto a
asumir. Hay articulistas y gacetilleros que no responden a los lectores que, un
día sí y otro también, compran sus periódicos, sino a la publicidad
institucional que contratan en sus medios aquellos responsables políticos a los
que ellos deberían fiscalizar en el ejercicio del poder. El periodismo, por
tanto, se ha transformado en un acto de relaciones públicas. Parece que una
inmensa mayoría ha olvidado aquella columna que Walter Winchell escribió en
1930:
“¡Cuando un hombre quiere mantener algo fuera del papel es buena noticia.
Cuando lo quiere publicar, es pura publicidad”!
Tal vez estos supuestos periodistas ni siquiera hayan oído hablar del bueno
del señor Winchell. Es más, la frase anterior se la suelen atribuir a George
Orwell. Por eso hoy las columnas de opinión, antes de fusilamiento, son de un
infantilismo desordenado. Incluso en la crítica no se atreven a mover la pluma
como la espada no vayan a herir la sensibilidad del lector y, muy especialmente,
del que paga su hipoteca. Los periodistas hoy no sirven para ayudar a los
ciudadanos a serlo, sino a convertirlos en miembros del rebaño de los
desinformados. La pluma, que en otro tiempo llegaba donde el acero no
alcanzaba, se ha quedado sin tinta y sus propietarios sin vergüenza. Sí, aquel
periodista español tenía razón; “la indiferencia es el encefalograma plano del
periodismo”, tan plano como el mar que ahora contempla el tudesco tras meter el
periódico en su bolsa de playa. Tal vez la mejor utilidad de los noticieros sea
el de colocarlos en el suelo para que el papel proteja de la pintura cuando
encalamos nuestras viviendas. Y es que se nos antoja harto complicado
encontrarles otra utilidad en los tiempos que corren.
Desde mi atalaya contemplo el Mediterráneo que está la mar de bonito. Unas
aguas tranquilas y sosegadas. Ni rastro del intenso turquesa del día anterior
en las playas del municipio. El sol, arriba, brilla tenuemente. En la mar veo
una jábega cuyos remeros parecen haber desayunado fuerte a tenor del ritmo que
marcan. Junto a la embarcación fenicia se levantan unas espumas blanquecinas.
De pronto, el vuelo de un pájaro dibujando elipsis me hace volver la vista
hacia los prados cuyo color es el verde por las frías lluvias del otoño. No
escucho el arrullo del mar sino los cantos de las aves que se mezclan con los
gritos de los niños jugando en el patio de un colegio cercano. Ni en la matanza
de un cochino había oído alaridos tan fuertes. De pronto, a mi mente la cruza
un pensamiento cargado de angustia; ¿Cuántas de estas criaturas terminarán en
tristes trabajos el día de mañana? Cajeras de supermercado, tenderos de
barrios, abogados. ¿Cuántos de ellos serán moderadamente felices? ¿Cuántos
abrazarán el mal camino porque, tal vez, no hallarán nunca el bueno? Creo que
la mayoría tendrá que enfrentarse al peso de las injustas leyes que hacen los hombres.
Sólo de pensarlo se me encoge el corazón. Quizás todos estos niños tornen sus
ojos a este día dichoso en que jugaban felices en un patio de colegio, y un
servidor contemplaba la escena con un mar bello y sosegado al abrigo de la
brisa marina. La jornada en la que la melancolía me empujaba a olvidar la bruma
violeta que cubría estas orillas cuando mis seres queridos se fueron para
siempre, por aquello de que siguen cayendo las hojas del calendario.
!Año de reflexiones!
Sergio Calle Llorens