Una vez tomo
la espada en mi mano no hay quien me pare.
El cuerpo derecho, pero de manera que el corazón no esté directamente
frente a la espada del adversario, el brazo diestro completamente extendido,
los pies bastante juntos. Demostraciones
geométricas que giran alrededor del cuerpo del rival, haciendo movimientos de
costado a fin de poner al enemigo en una situación comprometida. Vario la
complicación de los pases según su reacción fuese tranquila o colérica. Evalúo
también el tamaño del contrario. La cuestión es herir sin ser herido.
Me pasa igual con la pluma. Es entrar en contacto con ella y mi
ser sufre una transformación brutal. El Sergio amable da paso a una bestia que me
es imposible dominar. En un duelo de esgrima las reglas son aceptadas de forma
natural. Después del combate, los contendientes nos damos la mano y volvemos a
casa sin rencor alguno. Pero cuando uno camina en el peligroso sendero de la
crítica, el cobarde del que escribes no te manda padrinos para mantener un
duelo al alba, sino a los abogados que, en casi todos los casos, suelen ser
igual de pusilánimes que los ofendidos.
Mi espada me ha sacudo de muchos
apuros. Mi pluma, en
cambio, me ha metido en problemas. Escribir, en cualquier caso, es no ganar
para disgustos. Hoy todo el mundo quiere ser políticamente correcto. Yo no quiero pertenecer al gremio de los
gurruminos. Esos que no entienden que el tiempo que llevamos en confinamiento
es superior a los días que han pasado los
socialistas en prisión por el escándalo de los ERE. Por tanto, podría afirmar, y de hecho lo afirmo, que me
encanta tener enemigos porque es prueba de que algo estoy haciendo bien. Son legión los que me han aconsejado corregir
la táctica, pero me temo que a estas alturas de mi vida soy incorregible. Perro viejo no aprende trucos nuevos.
De mís escritos se han dicho muchas cosas, y la
mayoría son negativas. En mi defensa, si es que puedo oponer defensa, añadir que jamás he firmado un artículo malo. Es más, en todas las revistas y medios
en los que he firmado, mis trabajos han sido los más seguidos y comentados. Como
ven, he podido enmendar mi falta de
modestia. Por eso ahora voy a ser la persona más humilde del mundo, y jamás
nadie podrá compararse con mi lengendaria humildad.
La literatura, al igual que el rock
and roll, encierra una carga indudable de violencia. Negarlo sería de necios. La enajenación en nuestro oficio de
escribidores es siempre necesaria. En cualquier arte es de obligado
cumplimiento volverse loco, y luego recuperar la cordura justo a tiempo. Ese es
el ejercicio que renta a la hora de producir obras que tengan cierto valor. Así
que no me importa tontear con la locura de vez en cuando. Es obvio que el
regreso se hace difícil. Pero no hay otra manera. En el apasionante mundo de las letras no hay
atajos. Se escribe con tinta de sangre o no se escribe. Así de simple y así de
duro.
Pero nos desviamos; Mimar
al mal es una pestilente costumbre. Por el contrario, hacer de la existencia el
motor de mi existencia me ha traído que parte de mi producción poética haya
sido vetada por la gente que es incapaz de entender que el escándalo amplia las cotas de
libertad de cualquier pueblo. De momento, la batalla de la corrección política
la han ganado los prohibicionistas pero, a la larga, perderán la guerra porque
al campo de la libertad no se le pueden poner puertas.
Anoche, sin
ir más lejos, recordaba a José de
Espronceda. El poeta español que por su actitud inconformista ante la
política y la literatura, encarnaba una de las dos vertientes del romanticismo español;
la liberal. Esa corriente de
pensamiento que los escritores exiliados trajeron a España. Él también pagó con la cárcel su actitud desafiante con los
poderosos porque como muy bien decía
nuestro Don Quijote: “por la libertad se puede y se debe aventurar la vida”.
Yo
he aventurado muchas cosas y el precio pagado ha sido altísimo; amistades,
relaciones, dinero, energía y un sinfín de
cosas que no puedo enumerar aquí. En
este punto, sólo puedo añadir que a los que juegan a perderme, les suelo dejar
ganar. Y es que yo nunca he buscado un final feliz sino vivir sin tanto
cuento.
No le he
pedido nada a ningún semejante. No espero nada de nadie. No envidio a otro ser
humano. Mi Dios, como decía Don José en su canción del pirata, es la libertad. Mi
fuerza el viento y mi única patria la mar.