Unas viejas
fotos en blanco y negro. Unas cartas olvidadas escritas en valenciano que
narran secretos familiares. Ecos de un pasado que no mueve molinos pero, al
menos, agitan mi conciencia. Ella era mi tía abuela. Una mujer bellísima con
sus cabellos dorados y unos profundos ojos azules. Fémina que despertaba
admiración por donde quiera que fuera. Yo no tuve el placer de conocerla en
vida ya que los ángeles, o eso decía mi madre, se la llevaron demasiado pronto.
Conviví con sus hijos que hablaban francés, italiano, español y la lengua de
Valencia.
Verán todo
empezó recién estrenada la década de los sesenta cuando la pobre no tuvo más
remedio que buscarse la vida al centro de Europa. Se estableció en un pequeño
pueblo de la Suiza francesa llamado Lelanderon, muy cerquita de Neuchatel.
Desde allí fue tirando de sus primos a los que mandó el dinero para que la
siguieran en la aventura. Y allí siguen. Todos eran hijos de profesores
republicanos que, tras la guerra incivil española, el régimen franquista les
impidió ejercer de nuevo su profesión. Desgraciadamente, no llegaron a tiempo
de evitar que la pariente cayera rendida en los brazos de un Casanova italiano
que le dio muy mala vida.
Leo esas
líneas bañadas en una soledad febril, aterradora que la paralizaba de miedo en
una tierra que sentía extraña. Escribía esas cartas desde el asilo en el que
trabajaba que aparece en el reverso de esa tarjeta. Añoraba Málaga, Denia y
toda España a la que jamás pudo volver con vida. La historia oficial afirma que
murió víctima de una embolia. La no oficial era un susurro que apuntaba a su
marido como responsable directo de su fallecimiento. Su vida truncada por un maldito veneno. Mi tío, su hermano, que ya por entonces era Legionario
tomó un tren con destino a ese frío país, para acabar con el italiano. Por
fortuna pudieron pararlo en la frontera antes de que fuera demasiado tarde.
Luego
arribaron a casa de mis padres los sobrinos de mi madre hasta que el
transalpino se casó con otra y reclamó a los bambinos. No lo hizo por amor, sino
porque su nueva esposa era incapaz de concebir niños. Aquello fue uno de los
mayores traumas de la familia.
Estoy
leyendo a mi tía en su valenciano dulce y no puedo evitar estremecerme. Siento
su dolor como propia y la soledad, que tanto la amargaba, me araña el corazón
en esta noche de primavera. Tal vez su vida hubiera sido muy diferente si el
abuelo Antón no hubiera tenido tan mala cabeza, aunque tan bien es verdad, que
muchas personas tienen la desgracia de haber tenido a ángeles de la guarda que
siempre andan despistadillos. El destino, por otra parte, es una pendencia
curiosa.
Han pasado
ya muchas lunas desde aquellos desgraciados días de Suiza. Y muchas más desde
que ella posó a la fotografía ajena a todo lo que le esperaba tras la esquina
de la vida. Su belleza me tiene cautivado y puedo intuir a mi madre en ella.
Creo que no dejaré de pasar la ocasión de poner flores en la mar en la memoria de ambas hermanas. Entran dos
rayos de luna plateados para iluminar la estancia desde donde escribo estas
letras tras leer estas líneas:
“Puc vore la
lluna des de la meua habitacio. Alguna cosa poc normal perque aci sempre està
nuvolat. La veritat es que sempre que la veig alli amunt pense en la meua
germana de l'anima a la que vullc tant”.
Ella también
te quería y no dejó de acordarse de ti ni un día.
Sergio Calle
Llorens
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