El mar
completamente azul y a mi hija se le está dorando el cabello. El sol en lo alto
y un baño mañanero para curar todos los males del espíritu. Las olas
acariciando su rostro y las gaviotas alzando el vuelo. La fina arena haciendo
de almohada y una canción que me asalta el sentido; tonada de mis tiempos de
rebeldía que dejó impresa en mi corazón el código rocker. En ese instante,
pienso en el camino para llegar hasta aquí. En los miles de kilómetros
recorridos. En la cantidad de castillos asaltados. En los miles de fracasos. En
las sonrisas de los que se fueron y, en la inmensa generosidad que tuvieron
conmigo.
Es el día de
la madre y mi hija ha acordado con mi hermana escribirle unas notas a su abuela
y enviarla al cielo dentro de un globo. Es una sensación agradable ver como las
historias de mi vida han terminando prendiendo en el corazón de los hijos. Es conmovedor
sentir la candidez de una niña que ahora, por cierto, me conduce al agua para
jugar con ella. A menos de media milla náutica vemos pasar un barquito en
dirección este y al frente un enorme crucero busca la bahía de Málaga. La escena le hubiera inmortalizado Sorolla o
cualquiera de esos grandes pintores que hoy se encuentran en el Museo Carmen
Thyssen. Lástima que hoy la gente apenas
tenga tiempo de degustar esos paisajes marinos ya que todo, absolutamente todo,
lo fían al móvil y al contacto con todos aquellos que no están presentes. No parece muy lejano el día en el que las parejas de novios se casen por
Whatsap. Un desastre, un ruinoso y
completo desastre.La niña me va contando historias y chascarrillos hasta que es tiempo de secarnos en la orilla. Allí me pide que comparta recuerdos del pasado. Le hablo de damas de noches embriagadoras. Del jazmín. Del olor a hierba recién cortada. Del mochuelo que desde su atalaya esperaba capturar a los ratones. Del silencio del verano. De las lecturas iniciáticas. De las voces quedas. De las rosas y de aquellas estrellas del cielo. Está bellísima con esa concentración que se le pone cuando trata de asimilar todo lo que le relato, especialmente los domingos de mañana cuando llega a mi cama dispuesta a sacar varios millones de sonrisas. Al verla pienso que tal vez, sólo tal vez, el secreto de la felicidad se encuentre precisamente en esos instantes bajo las mantas en los que padres e hijos cosemos un cordón umbilical invisible que nos une de aquí a la eternidad. Suena la sirena de un barco y con cara muy seria le digo que tal vez sea el navío del Holandés Errante. Salta a mis brazos despavorida y me siento el más feliz de los hombres. Bendita vida.
Sergio Calle
Llorens
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