Un mediterráneo enjoyado de aguas de plata me saluda a mi
llegada. Tiene un color azulísimo como el de la bóveda celestial. No hay apenas
vientos que ricen las olas, y en el aire flota una fragancia marina que me
despierta el alma. Las jábegas y los barquitos huyen mar adentro, como las
estrellas de la madrugada. Incomparable belleza que me estimula a pasear por la playa desde donde
contemplo el baño de las aves marinas. Ásperas soledades mañaneras. Recuerdos
mecidos por el viento de levante. Sombras y voces del pasado. Nostalgia primaveral
de considerables dimensiones. Voy flotando sobre una ola de mar, de la dispersión,
infinita y de la nada.
A pesar de su enormidad, el mediterráneo es algo tangible. Elemento
al que me puedo asir cuando las cosas no marchan. A lo lejos, oigo el tañido de
las campanas de una iglesia cercana que, unas horas antes, latía sumergida en
la niebla. En mis oídos, la llamada tiene unas resonancias enigmáticas. Me
alejo caminando para encontrarme con unas rocas que, de cerca, parecen tener
alma de castillo, sobre todo en la noche, cuando las aguas adquieren el color
de la luna... Sonrío ante la visión mágica de esa parte de la bahía. Amistades
de la cala, jábegas y veleros que componen una marina insuperable. Si supiera
pintar, obviamente.
Me tumbo en la arena con la intención de abrir una botella
de vino. Al rato, no es sólo mi alma la que está embriagada por la belleza
mediterránea. Son apenas dos copas pero el efecto del líquido rojo se hace
notar. En este estado llego a la conclusión de que esta tierra es una encrucijada,
un crisol; españoles y gentes arribadas de cualquier lugar del mundo. Una
puerta de mare nostrum. Una encrucijada como una ensalada de diferentes salsas.
Una rueda que gira con todos los vientos de su rosa y, quizá, también el viento
que menos haya girado Málaga haya sido el viento del otro lado del estrecho
aunque algunos se empeñen en lo contrario.
Para los aficionados a la contemplación provenzal y
desinteresada de las mujeres, Málaga es un remanso de hembras que conservan la
plena belleza de sus países autóctonos. Son deliciosas como el agua clara que
me contempla a unos metros; morenas, rubias pálidas, pelirrojas. Todas fieles a
sus lenguas, a sus orígenes pero fieles a la provincia que han hecho suya por
derecho. España, si le dejaran, podría ser como Málaga. Aquí la gente hablar
diferentes lenguas pero todos nos entendemos. Convivimos, nos amamos, nos
acompañamos y nadie nunca osa preguntar por el gentilicio del otro. Somos todos
malagueños. Subir en un transporte público aquí supone entrar de pleno en una
torre de Babel maravillosa. Me gustaría convencer al resto del país de la
bondad de esta terapia mediterránea que permite abrazar al mundo sin renunciar,
a tu patria chica o grande.
Málaga es la receptora del liberalismo, de la libertad con
mayúsculas, de la mezcla racial. Aquí la Junta de Andalucía es un apéndice extraño que no
puede entender, ni por asomo, la estampa azul que se extiende ante sus ojos. Una
playa en donde a nadie le importó demasiado que las mujeres tuesten sus cuerpos
al sol, y mucho menos, de que familias provienen aquellos que siguen tirando de
las redes de nuestro destino. El señotirismo, las ideas racistas y los farsantes
con querencias andalusíes no tienen cabida en este rincón privilegiado. Sólo
contemplando este grandioso mar, debería bastar para entenderlo. Brilla el sol
en esta parte de mediterráneo y pienso; seguro que en Ibiza, Denia o Valencia,
sus lugareños sienten, con orgullo, la pertenencia a esta añeja cofradía.
Sergio Calle Llorens
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