El mar
parece haber quedado enjabonado tras el paso de la niebla vespertina. Las olas
vienen ahora calmadas y llenas de misterio. El momento perfecto para escribir
porque todo lo que tiene que ver con este oficio requiere sosiego y silencio. Escribo
recordando mi identificación con el cine de John Ford: esa desilusión ante
la vida, el tema recurrente del amor perdido, la convicción de que lo mejor de
contar una historia es no contarla con palabras sino con hechos, el sacrificio
para alcanzar la redención, la nostalgia por los tiempos perdidos, la querencia
por una Irlanda idealizada, la poesía de los paisajes y la camaradería con
los amigos.
Soy fordiano porque cabalgo en solitario por las praderas de la existencia esperando alumbrar un nuevo ser. Pertenezco al clan del irlandés porque no creo en las rendiciones como el protagonista en The Searchers. Juego en el equipo de John por mi defensa de las causas justas que a casi nadie importan y, también, por haberme convertido en un tipo fronterizo que jamás se adapta al mundo de lo políticamente correcto.
Porque sólo al
final de la vida todas las piezas encajan. Porque sólo en el epílogo el sacrificio del héroe tiene sentido. Pero para entonces, mi barco será una
sombra en el fondo de la mar, y no hay sombra más negra que la situada en medio de aguas
cambiante, en una paz de muerte y de silencio. Relampagueará el cielo tras
haber sorprendido con algún latigazo eléctrico.
La epopeya
de Ford es el bueno aparentemente malo que deja un mundo mucho mejor que el que le vio nacer. Una hazaña por la que ser recordado tras caminar por las angosturas de los peligrosos desfiladeros de la vida.
¡Valió la
pena!
Sergio Calle Llorens
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