Degusto un
borgoña y mi mirada se queda prendida de las llamas que parecen danzar en mi
saloncito repleto de libros, manuscritos y legajos. Al tomar uno de ellos, una
vieja carta de un antiguo amor cae al suelo.
La remitente es una mujer cuyo cuerpo alfombra la calle de un camposanto
junto al mar. Creo que ella me amó de tal manera que me hizo sentir todo el
peso de la soledad. Fue en mis tiempos universitarios. Luego la vida la trajo
al puerto de mi vida en el que anclé mi nave durante algún tiempo. Antes de
partir descubrí que ella me engañaba con otros, y a su marido lo engañaba
conmigo. No hay motivo para hacerse el ofendido por algo tan natural como el
poliamor.
Para olvidarme de aquello, surqué los mares
con mi propia bandera. Siempre volvía la mirada hacia el sur donde residía
en compañía de su esposo. Creo que a un hombre siempre le queda el maravilloso
recurso de la memoria cuando le falla la esperanza. Pero a mí ya no tengo ni
memoria, ni mucho menos expectativas. Después de todo, perro viejo no aprende
trucos nuevos.
Tomo la
carta en mis manos y me la llevo a la nariz. A pesar del tiempo trascurrido,
reconozco su perfume a dama de noche. Mi rostro empalidece para emparentar con
el de un cadáver. Me viene a la memoria que me debía una
explicación por sus continuas y extrañas desapariciones. Dudo. Nunca se me
ocurrió pensar que tendría que enfrentarme de nuevo al rescoldo del desamor.
Abrumado, dejó la carta en la mesa y
me abandono al desconcierto. Me digo que hay cartas muy cortas que, para
entenderlas como merecen, necesitan una vida muy larga, pero a mí no me queda
mucho tiempo. Pienso que las hojas del calendario han ido pasando y yo ya no
soy el muchacho que fui. Ni ella es ya nada más que un borroso y doloroso
recuerdo. Rasgo el sobre y, tras ojear por encima el contenido de la misiva,
arrojo la carta a la chimenea. Las
llamas envuelven la penumbra de un pasado que dejó de existir hace demasiado
tiempo. De improviso, la letra gótica escrita por una persona que sólo existe
en el recuerdo, se va quemando hasta convertirse en ceniza. Creo vislumbrar un
te quiero al final de la carta. Sonrío
tristemente al lanzar un beso al fuego. Las luces y las sombras bailan
apretadas por el salón al ritmo de un blues al tiempo que de mi boca surgen
unos versos en francés:
En silence
Je prends
congé
De toi
Et je mets
Toutes
les fleurs
Du monde
Sur ta
tombe
En silence
Je t’ai
enterré
Dans mon
coeur
Pour
toujours
En silence
Avec
seulement
La bruit
Du vent
Des arbres
Des
branches
Je ne
bouge pas
Et c’est
toi
Seulement
toi
Qui sais
Qué
j’étais lá.
Cuando
termino de recitar, un inmenso trueno retumba en el exterior. Es el punto de
partida para el final de una historia que había arrastrado durante demasiadas
lunas. Una historia en la que nunca viajamos a Bélgica como prometimos hacer.
Un guión en el que jamás tuvimos Paris como los personajes de Casablanca y,
como muy bien decía la chica de ayer en aquella vieja postal que sí conservo: “there are
two sides to every story”. La suya no la conoceré nunca.
¡Que ella
sepa perdonarme!
Sergio Calle
Llorens
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