Muy pocos entienden que
el vinilo es una grabación electromagnética con el registro más fiel que
mejor reconoce el oído humano. En
cambio, el disco digital es una codificación y descodificación de un código
binario y, por tanto, no es una grabación física. Al margen de esta
innegable realidad, el vinilo representa una especie de fetichismo cultural. Un
objeto que, como nos pasa con los libros físicos, podemos tocar y hasta oler. Ya
sea con un Blues o con el Rock and Roll más canónico, siempre es un
lujo poner el tocadiscos y que los sentimientos fluyan.
Para mí es
impensable desprenderme de esos discos que compre en tiendas de media Europa. Y
del vinilo paso a las Jukebox. Esa
máquina que reproduce discos seleccionados por los clientes que solíamos echar
monedas para escuchar aquello que nos convenía en ese momento. Tal vez una balada para
convertir una fría rubia en una Diosa del amor o un himno juvenil que desprende
rebeldía.
Hace unos días mi tocadiscos echaba humo con los vinilos de Chuck Berry, ese rockero de San Luis que siempre ha venido a
endulzarme los momentos más duros. Ese hombre que no falla ni después de muerto.
Esa criatura que cuando vio a un hombre
blanco por primera vez- en realidad era un bombero- pensó que se había quedado
pálido por el fuego a lo que su padre contestó ;“no, son así todo el tiempo”. Ese
tipo que fue encarcelado por cruzar la frontera con una menor de edad de origen
apache. Ese genio del que todos los blancos se aprovecharon y que, pese a todo,
ha sido the last man standing con
permiso de Jerry Lee Lewis. Y es como muy bien dijo John Lennon; “Si tuviera que renombrar el Rock and Roll lo llamaría Chuck
Berry”. Para un servidor, Charles
Edward
Anderson Berry ha sido y será mi mejor amigo y la más fiel de las compañías.
¡Gracias!
Sergio Calle Llorens
No hay comentarios:
Publicar un comentario