Me puede fallar todo en la vida pero jamás la otoñada. Es la
época del año en la que los cielos se oscurecen y comienzan, o eso me parece,
las lluvias. Con el otoño se caen las hojas de los árboles dejando sus ramas
más desnudas que a las mujeres a orillas del mediterráneo. Época de
reflexiones. Tiempo para apilar leña y comenzar a cavilar de verdad. La otoñada como heraldo de la estación más
fría que viene detrás. Obviamente no a todos les gusta esos tres meses que la
componen. Tengo a un familiar, algo cerrado de mollera, cuyos ademanes me
convencen de que no saldrá del armario porque, aunque fuera gay, no podría
haber entrado en el ropero por el tamaño
de su cabeza. Algo tan impresionante que se le considera el
Cónsul Honorario de la Isla de Pascua en España- y eso que esa porción de
tierra pertenece a Chile- A él tampoco
le agrada caminar por los bosques en la otoñada ni, mucho menos, andar detrás
de las setas que salen con las primeras lluvias. Como vemos, el tamaño nunca va
en consonancia con la inteligencia; miren a Manuel Chaves.
Tampoco me falla nunca septiembre. Es un mes que deja unas playas más solitarias. Momento ideal
para hacer de pez. Los baños de septiembre son recomendados por los más
prestigiosos galenos. Estos simpáticos doctores afirman que las aguas del
mediterráneo en el noveno mes del año nos inmunizan de todas las enfermedades. Un
servidor lleva a raja tabla la recomendación desde que volví de Londres y,
desde entonces ni un simple resfriado.
Suelo caminar hasta La Playa de los Rubios para caminar sobre una fina
arena y unas aguas querenciosas a primera hora de la tarde. Incluso en los días
de fuerte oleaje, busco la soledad en esas playas. A veces, me topo con una
muchachada que cabalga sobre las olas Es
realmente un espectáculo verlos navegar cuan jábega cualquiera por las olas
rizadas. Y en septiembre, parece que la elevación de las mismas atrae a
surferos dispuestos a no dejar pasar ni una ondanada.
Tampoco dejan pasar la ocasión del suicidio esos temerarios que siguen
corriendo a todas las horas del día, vaya usted a saber por qué. Yo les dejo
pasar en busca de mi playa no vaya a ser que se me peguen la chalaura de las
prisas.
Septiembre y la otoñada para abrir boca del gran invierno
que me espera. Y es que no hay nada mejor que alejarse de esas tórridas
temperaturas del estío que han derretido los pocos sesos que guardaban los
lugareños. Gente que, dicho sea de paso, ha sufrido más muertes que nunca por
ahogamiento este verano. Al menos eso dicen aquellos que guardan registros de esos hechos tan
luctuosos. A un servidor el asunto le provoca cierta extrañeza. Después de
todo, es en verano donde tenemos muchos socorristas previniendo accidentes.
Empero, nada se puede hacer para convencer a los de Jaén o Cincinnati sobre la peligrosidad del mar. Solo en septiembre bajan los ahogamientos y,
supongo algo tiene que ver con el hecho de que los socorristas ya no tienen que aguantar a esos temerarios domingueros.
Creo que lo único que voy a echar de menos de este terrible
verano es al barquito de la Axarquía- Costa del Sol que limpia el agua. Y es
que me he acostumbrado a sus saludos entusiasmados cada vez que me veía
retozando en el agua tan de mañana. Solía aparecer como una nave fantasma sin
hacer casi ruido y parecía mirarme sorprendido por verme una mañana tras otra,
aunque bien pensado tal vez lo que le entusiasmaba tanto era contemplar a esa
bella nórdica que se movía en el agua como una sirena.
En cualquier caso se acerca el otoño y yo sigo en remojo en
el mediterráneo. Me pregunto cómo se puede vivir en las ciudades sin mar. Tal vez encuentre la solución al enigma en la
próxima otoñada comiendo gazpachuelo o apilando leña.
Sergio Calle Llorens
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