Era una noche de verano templada llena de perfume y de rumores apacibles, y con la luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. La brisa marina suspirando entre las ramas que parecían rezar en voz baja. El problema es que no acertaba a entender el lenguaje de las plantas. Pensaba yo entonces, o eso creo recordar, que el nocturno es mucho más bello en invierno pero claro, con los rigores del clima es difícil detenerse a contemplar la bóveda celestial límpida y extraordinaria. Por eso, y porque pocas veces me pongo en contacto con la burda multitud, siempre prefiero caminar por esos campos de noche y con la única compañía de un perro. El caso es que caminaba de madrugada cuando recordé la historia de un crimen que me contaron hace ya muchos años y que yo relaté, o eso intenté, en mi primera visita al club de misterio al que pertenezco. Los franceses dicen que; “le mauvais goût au crime” y, el personaje de ficción Hercules Poirot afirmaba que the crime is revealing. Revele el mal gusto o no, supongo, depende del criminal o criminales.
Los crímenes
de Agatha Christie son todos refinados y el veneno es el ADN de sus novelas.
Los de Arthur Conan Doyle son siempre cometidos en medio de una niebla
algodonada. Nada de viajes exóticos donde la alta sociedad británica se dedica,
tras disfrutar de la cultura local, a asesinarse. Todos con un pasado tan
oscuro como el corazón de un racista. Pudiera ser que el clima sea un atenuante
o eximente, según se mire, de hecho la luna llena del estío refleja una gran
cantidad de asesinatos. Y más con un tórrido calor. Londres parece ser el sitio
ideal para los magnicidios y, sin duda, todos recordamos a Jack el destripador
haciendo de las suyas por las calles de Whitechapel. Todo gracias a la prensa
de aquella época que ayudó en gran medida a encumbrar al hideputa.
Y estando yo
contemplando una maravillosa luna de verano recordé que mi señora madre decía
que yo tenía dos de las tres facultades necesarias del detective; la facultada
de observar y la facultad de deducir. Fallaba, según su propia versión, mi
falta de conocimientos sobre el mundo. A su vez, veía en mí un extraordinario talento para las
minucias. Fuera cierto o no, lo único que puedo añadir es que siempre me he
sentido muy próximo a Sherlock Holmes pero no por lo que están imaginando,
sino porque cuando no tengo una aventura en el horizonte me deprimo
considerablemente. El inglés le daba por inyectarse cocaína y yo, ajeno a esas
historias peligrosas, me decanto por las olas del mediterráneo para escara de
la abominable rutina de la vida a la que aborrezco con todas mis fuerzas.
Han
Christian Andersen, que nunca escribió sobre crímenes, afirmaba que la vida en
sí es el más maravilloso cuento de hadas. Empero, yo que visité su casa natal y
el barrio donde se crió en Odense, siempre pensé que era el perfecto escenario
para una excelente historia criminal. Nada de cuentos y, para cuentos
extraordinarios los suyos y los de su amigo Dickens. En cualquier caso, dudo
que en las noches de tanto calor pueda salir algo bueno y, mucho menos
historias que merezcan ser recordadas. El asunto, en mi opinión, se presenta
sencillo, pero bien pudiera sin embargo, ocultar algo más profundo. El crimen es revelador y a mí, por supuesto,
el que me interesa es aquel que se comete con misterio por personajes
novelescos. Puerto Hurraco y esas historias de la España negra nunca han
despertado en mi persona el más mínimo interés. Por esa aquella noche de verano
con aquel satélite iluminado al que los antiguos irlandeses llamaban
gealach-resplandor- comencé a leer aquel viejo clásico llamado el perro de los
Baskerville donde se mezclan tan bien lo sobrenatural, las leyendas y la
ciencia detectivesca. Lectura bajo un cielo cubierto de estrellas y sin
darme cuenta me sorprendieron las primeras luces del alba. Solo aquella sirena
de un barco me hizo volver a la realidad. Una noche mágica sin duda en la que
el único crimen no fue haber entendido los susurros de los árboles de mi bosque
secreto.
Sergio Calle
Llorens
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