Todos los que hemos nacido junto a la mar somos algo supersticiosos, especialmente cuando nos toca adentrarnos en ella. Esa dama capaz de mandarte al infierno con una frialdad diabólica cuando, un cuarto de hora antes, te mecía en sus olas rizadas. Los marinos de agua dulce no entienden de estas historias pero nosotros, los mediterráneos, crecimos escuchando memorias de naufragios, de buques fantasmas y de desapariciones extrañas. En noches de temporal, como en la que escribo estas líneas, suenan las campanas de las ermitas debido al viento que, según los lugareños, es movido por las almas de los difuntos que perecieron en las patrias saladas. Parece que quieren decirnos algo. Tal vez traten de echarnos en cara el olvido al que les hemos condenado.
Todos recordamos la historia del holandés errante condenado a navegar sin rumbo fijo y con un tiempo del demonio. El misterio del Kobenhavn que desapareció sin dejar rastro algunos, por no hablar de los barcos hundidos en guerras de todo tipo. El Príncipe de Asturias o el submarino republicano hundido por la marina nazi frente a las costas de Málaga. Narraciones que nos siguen cautivando a pesar del paso de los años. Relatos marineros que está noche han venido a visitarme a los pies de mi cama. Escucho el ulular del viento y no puedo evitar estremecerme. Pienso en esa brutalidad de la naturaleza que se cobra sus piezas. Y seguirá ocurriendo, como nos recordaba Joseph Conrad, mientras el hombre siga cruzando los mares, porque los Dioses de las aguas percibirán sus derechos de peaje. Por eso, siempre sorprenden a los marinos cuando bajan la guardia. La mar es para gente ruda, sabia a su manera, guerrera y hecha de otra pasta. De estas cosas no saben esos turistas que se acercan a la costa desconociendo el lenguaje secreto de las olas.
Susurro una oración por todos los que perecieron en la mar. Es una plegaria antigua en medio de la noche ventosa. Un grito ahogado por los naufragios. Un intento de calmar, por un lado las almas de los que se fueron y, por el otro, a la Diosa naturaleza. Gime la ventisca y unas luces parpadean en el pueblo marinero donde habito. La atalaya acostumbrada a la brutalidad de las deidades marinas que jamás duermen con la esperanza de cobrarse una nueva vida. No tienen prisa porque cuentan con la consabida estupidez humana. Mi obligación es contarlo. La suya es divulgar estas líneas escritas en lengua mediterránea. Cierro los ojos y arriba la madrugada.
Sergio Calle Llorens
Soy escritor, investigador, guionista, profesor de idiomas y muchas cosas más que no caben aquí. También tengo una sección en Espacio en Blanco de RNE. El mundo se divide en dos categorías, los que tienen el revolver cargado, y los que cavan, tú cavas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario