Hay pocas cosas que engañen más que los recuerdos, pero si no me falla la memoria, una ligera caricia o un susurro bastaban para encenderla. La pobre se justificaba diciendo que su legítimo no tenía mucho arte para el asunto de la jodienda, y yo, ya les digo, en aquellos años, era como un cine, con pases de mañana, tarde y noche. Es decir, que la madre naturaleza se había comportado como una auténtica furcia con el cornudo, cuyo único ardor, por lo visto, lo dedicaba a la vida militar, y yo siempre le estaré agradecido por ello.
Me viene a la memoria cuando lo hacíamos, ella iba directa al piano, donde desnuda y reluciente de sudor, humillaba a Chopin a pesar de los años de práctica. En esos momentos, tuve la certeza de que hablar es de necios pero escuchar tampoco es de sabios. Empero, como uno siempre ha tenido cierto arte para la poesía ocurrente, le componía, entusiasmado, pareados dedicados a sus nalgas prietas. También recuerdo el rumor de la fuente junto a la entrada de La Encarnación, y esa mirada triste, a media bandera como si supiera que su vida se arrastrara perezosa entre tinieblas, a pesar de la luz mediterránea de Málaga.
Tras nuestro último día de maratón sexual, ocupamos la tarde paseando por los rincones de mi ciudad favorita. Era otoño, cuando la Málaga liberal le sale el alma de poeta. Buscaba solaz a su tormento de tener que buscarse un nuevo amante en otra parte. Alguien con el que esconder la terrible soledad de su alma. Por supuesto, ella nunca me hablaba de ello, pero había aprendido a interpretar sus silencios, o al menos eso pienso ahora. Traté de animarla pero mis chascarrillos, a tenor de los resultados, padecían de anemia. Las nubes comenzaron a corresponder al estado de ánimo general, uniéndose al funeral. Allí atrapados entre una luna de montañas y un mar de lluvia, ella derramó unas lágrimas. Intenté forzar una frase de aliento pero sus dedos taparon mi boca de la que, a pesar de mi talento para el aforismo ocurrente, no salió nada. Me dio las gracias y se marchó en busca de su marido. La observé alejarse, bajo la lluvia, sola, con el alma en pena. Por un momento pensé que se volvería a echarme una última mirada, pero no lo hizo. Lo que si hizo, para mi sorpresa, fue despojarse de los zapatos para que sus pies sintieran el elemento líquido. Su imagen se perdía en la lejanía y, por razones que desconozco, no me atreví a ir tras ella. Un relámpago iluminó la vía, su imagen era la viva estampa de una diosa. Estaba bellísima con su cuerpo empapado y su pelo suelto pidiendo a gritos ser amada. Sentí pena por ella y, también, asco por todos aquellos cabrones que no se dan cuenta de todo el amor y pasión que guardan sus mujeres en el pecho. Las que languidecen de aburrimiento ante el patetismo de sus machos de pacotilla.
Impresionante, me dejas sin palabras porque escribes de putísima madre. Sensibilidad y tu fina ironía de siempre. Cada artículo es mejor que el anterior, estás que te sales.
ResponderEliminarLas musas son caprichosas pero se siguen apareciendo. Un abrazo.
EliminarNo te puedes ni imaginar la cantidad de seguidores que tienes por ahí fuera.
ResponderEliminarEstoy con el primer comentario porque cada vez es mejor leerte.
Pues la verdad, nunca me he puesto a pensarlo pero se agradece el comentario.
EliminarUn abrazo