Aquella mujer
tenía una enfermiza obsesión por quemar uno de mis libros. Era incendiaria.
Creo que a la luz de una biblioteca donde flotaba el aire cansado de su
personaje, decidió que aquella obra sería abrasada por el fuego y cumplió su amenaza. Parece que las
temblorosas sombras del tiempo perdido en la lectura la empujaron a ello. Yo no
podría hacerle ningún reproche. A lo
sumo alejarme para evitar que la lumbre de su mechero alcance mi cuerpo.
Los que le
tratamos tenemos la sensación de haber conocido a un demonio, un demonio
sensacionalmente demoníaco, como lo demuestra el hecho de que fuera mi único
compañero de trabajo que se negó a darme el pésame por la muerte de mi padre. Creo
que se llamaba Antonio. Por entonces vivía con su viejo al tiempo que
soñaba con lugares lejanos hablando otras lenguas. Pero nunca salió de la
barriada de Pedregalejo. Vestía siempre con la ropa indicadora de esa
cosa terrible que se llama el indecente gusto del cateto. Me cuentan que odiaba
mi popularidad entre los estudiantes y hasta mi heterosexualidad. El tipo
rezumaba odio y segregaba grandes dosis de soledad. Hoy, a pesar de los años trascurridos, sigue desamparado
y su triste historia hace gemir a las cuerdas
de los barcos. No creo necesario señalar al lector la pobreza espiritual del personaje
que se sigue quemando en su infierno particular.
Un hispalense
me abroncó en la avenida del Mediterráneo por el título de una de mis creaciones
literarias: “Memorias de un prepucio colorado”. Le dije que el
título no abarca el verdadero secreto de la obra. Para mi sorpresa me recitó de
memoria todo el prólogo del libro. Sin anestesia, ni previo aviso. Puede que
fuesen mis carcajadas, pero el ofendido terminó confesándome que lo que no le
gustó en realidad es que le dedicara mi primera novela a su mujer. Sólo
entonces me di cuenta de que el tipejo debió quedarse en la primera temporada
de la serie “Cuéntame”.
Algunas
personas pueden llegar a ser tenidas por animales racionales, alguna vez, muy
de tarde en tarde, esporádicamente, pero no es el caso de la señora que vino
acompañada de su anciana madre a uno de mis tours en la Cueva del Tesoro.
Al acabar, una hora después de lo previsto- en realidad tuvimos que ir al paso
de las muñecas de famosa que se dirigen al Portal porque la anciana era
contemporánea de Nefertiti- la arpía subió a dirección para pedir que
jamás me dejaran organizar visita alguna a la gruta. Justificaba su petición afirmando que yo había escrito artículos terribles contra la Junta de
Andalucía.
Si no hubiera escrito me habría ahorrado muchos problemas. Sin embargo, escribir es
mi destino. Es la forma en la que yo me defiendo de un mundo hostil. La manera
en la que doy mi versión de las cosas. Escribo porque, francamente, el resto
de las cosas se me dan mucho peor. Escribo buscando la adjetivación
perfecta que ilumine el alma de mis lectores. Escribo porque soy
infinitamente mejor que todos esos que
comienzan quemando una obra y terminan chamuscando a su creador. Ellos son el
fuego exterminador y un servidor es el agua que apaga las llamas de su particular averno.
Sergio Calle
Llorens
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