Todo el
mundo sabe que va a morir, pero muy pocos conocen el momento exacto. José Antonio Primo de Rivera si lo
sabía. Lejos de mostrar pesar, se abrazó al presidente del tribunal que le condenó
a ser fusilado. No sólo eso, sino que le dijo que sentía “el mal rato” que
acababa de pasar por culpa suya. Eduardo Iglesias Portal nunca olvidó
ese momento. Quedaba esperar el fusilamiento en su celda de la cárcel de
Alicante adonde había llegado acusado de tenencia ilícita de armas. Sin
embargo, en su maleta apareció, tras su muerte, el permiso de la misma. El
fundador de Falange española no podía saberlo, pero su sentencia venía
dictada por orden del mismísimo Stalin a Largo Caballero.
Me he
imaginado muchas veces esa última madrugada en la que José Antonio aguadaba lo
inevitable: “Help me to die brave” le había dicho a su hermano en inglés
para que los guardias no oliesen su miedo. Tal vez recordó aquella terrible
noche en el Parador de Gredos en la que el amor de su vida, Pilar Azlor de
Aragón y Guillama, la bella mujer que se acababa de casar con Mariano Urzáiz,
apareció para destrozarle el corazón por segunda vez. El líder político
dudó unos instantes antes de cruzar el hall y dar la enhorabuena a la pareja. Luego
siguió conversando con sus camaradas, pero oía y no escuchaba. Su mente volvía una
y otra vez a los años en los que la amó hasta que el padre de ella puso fin a
la relación. Después de todo había sido Miguel Primo de Rivera el
causante de la caída de su amado rey. Un doloroso e imperdonable recuerdo en la
mente del monárquico.
Sí probablemente
José Antonio recordó aquella fatídica madrugada en la que no paró de
deambular por la habitación del hotel imaginando como los dedos de otro hombre
recorrían los pliegues del cuerpo de su amada. Sus amigos oían sus pasos, su
continuo abrir y cerrar de la terraza, tal vez mirando la negritud de la noche
con lágrimas en los ojos. Y mientras moría de dolor imaginándola yaciendo en el
lecho con su esposo, otra de sus enamoradas, Elizabeth Bibesco- hija del
primer ministro británico Asquith, trataba de salvarle la vida usando
los contactos de su marido, el embajador de Rumania. Todo fue en vano.
Seguramente
la vida de José Antonio habría sido diferente de haberse casado con Pilar
Azlor. Con ella no habría entrado en política, ni tampoco habría habido intentos
fútiles de reivindicar la figura de su padre. Así que el líder falangista
terminó de redactar su testamento en el que dejaba la posteridad aquello de: “Ojalá
fuese la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles”.
Y cuando dejo la pluma, su mente volvió a aquel dichoso tiempo en el que tenía
un despacho en el entresuelo de la calle Los Madrazo en Madrid,
muy cerca del teatro Apolo. Una época en la que tardaba cinco minutos caminando
hasta la puerta del Palacio de Villahermosa, donde esperaba su enamorada en los
días en los que su padre estaba fuera de la capital, pues de lo contrario,
quedaban en el Prado para ir subiendo juntos hasta el parque del Retiro.
Y tras el
viaje en el tiempo, José Antonio pudo darse cuenta de que sólo se ama de
verdad una vez en la vida, sin ambages y con toda la pasión que un hombre puede
sentir por la mujer que te ha robado el alma. Esa que él estaba a punto de
entregar al Altísimo aquel fatídico día en el que recibió ochenta disparos a
menos de tres metros de distancia. Una carnicería en toda regla. Pero antes de
ser doblegado por las balas, soñó a Pilar conduciendo con su preciosa
sonrisa y su piel de porcelana con el viento acariciándole el rostro. Tal vez
supo entonces que un hombre muere dos veces; la primera cuando pierdes al amor
de tu vida y la segunda cuando se cierra definitivamente el telón de esta
función a la que llamamos existencia.
Tras su asesinato, Elizabeth Bibesco le
dedicó su último libro, the romantic, con estas bellas palabras: “te
prometí el libro antes de que empezara. Es tuyo ahora que está terminado. Los
que amamos mueren para nosotros sólo cuando morimos”. Ella no dejó de quererle
hasta su muerte en 1945 a los 48 años. Puede ser que incluso su amor, como el
de José Antonio por Doña Pilar, siga vivo en alguna parte del universo.
El querer, después de todo, nos sobrevive.
Sergio Calle
Llorens
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