La principal característica de un marino
es una saludable incertidumbre que decía Joseph Conrad. Al menos hasta que uno
desembarca en Nerja y camina por sus calles sinuosas que huelen a jazmín y dama
de noche. Y es que mi paso en este lugar produce ecos de tranquila sabiduría.
Yo aquí he deambulado mucho con el rostro moreno y la mente en blanco. Y, a
pesar de ello, no puedo olvidarme del primer atardecer que presencié a este
mágico rincón. Caía la noche y yo ya me había rendido al embrujo de los
geranios y las buganvillas a la hora que buscaba el pequeño Hotel Calabella
que, sin ningún género de dudas, posee una de las terrazas más románticas del
Mediterráneo. En uno de esos anocheceres mágicos mi novia escandinava lloró en un
crepúsculo encendido. Dibujamos entonces proyectos vitales e inventamos, unas
horas más tarde, posturas imposibles en la Playa del Salón que debe su nombre a
la voz hebrea de Shalom donde hubo amor, paz y mucha guerra para no ser
pillados in fraganti. Aquella lejana noche yo me postré, como la Playa de Calahonda
al Balcón de Europa, a los pies de esa belleza rubia. Ella, creo, venía de
vuelta y yo iba a alguna parte. Indefectiblemente terminamos encontrándonos en
una esquinita del municipio que tiene un litoral hermoso plagado de calas
recónditas. Rincones malagueños prestos a la descubierta si es que la serie,
Verano Azul, no ha desvelado ya todos sus encantos.
Solíamos ir a la Playa del Chorrillo
situada junto a la de Calahonda. Una pequeña cala enclavada a los pies de la
Sierra de Almijara. Aguas turquesas, rocas en las que resguardarse del sol
después de practicar submarinismo, una afición de la que la nórdica era muy
partidaria. Una actividad que nos llevó a Calachica, o Cala de Maro, que ha
sido elegida por votación popular como la segunda mejor playa del Reino de
España. Aquí Pancho anunció al mundo que Chanquete había muerto en una final de
verano en el que los españoles teníamos la tele encendida, y el alma rota de
dolor por el fallecimiento del marino que vivía en un barco varado en tierra
llamado la Dorada. Nadie pudo anticipar que al tipo que enterraban era una
semilla floreciente en un verano azul que, aunque pase el tiempo, sigue
envuelto en un halo de alegre melancolía. Como la que yo siento cada vez que
callejeo sin rumbo y busco, sin éxito, a aquellos rostros de aquel verano que
pasé de joven a hombre. Ha llovido, y mucho, desde entonces, pero lo único que
no ha cambiado es la sensación de volver al pueblo cuyas playas siguen
presentando una planta virginal de aguas azulísimas y turquesas. En una
palabra; el paraíso. Un marino en
tierra, la tierra de un marino que ha sido elegida como el pueblo costero más
bonito del país. Por una vez el pueblo no se equivocó a la hora de votar. La
democracia, después de todo, es un abuso claro de la estadística.
Sergio Calle Llorens
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