En plena otoñada dublinesa me acerqué a una belleza rubia
venciendo al fantasma del ridículo. Háganse cargo; piernas interminables,
unos pechos nutricios que asustaban y mi destino, sea el que fuere, escrito en las caderas de la patria a las que me agarré durante la semana
que duró nuestro romance. La acababa de ver doblando la esquina de la Calle O´Connell buscando un autobús que
la llevara a casa. Podría haberla dejado pasar y ella, como tantas otras, habría pasado a englobar ese extraño álbum de
fotos que guardo en el ático de la memoria y que lleva por título; “Mujeres a las que nunca amé por cobarde”.
La
abordé entre torpes tartamudeos. Le dije que Dios debía tener sus ojos. Aquella frase la enterneció
a pesar de que me contestó, y en su inglés macarrónico, que debía marcharse. Le
tomé la mano y le dije que la esperaría al día siguiente en el mismo lugar, y
el otro y el de más allá. Afortunadamente ella apareció al segundo día
dibujando una sonrisa que debió conmover al cielo porque irradiaba felicidad e
ilusión. Y juro que si no hubiera aparecido yo, Sergio Calle Llorens, habría dejado en pañales al chico de Murcia que ha estado buscando a la chica del tranvía que
le robó el alma. Quiero decir que de no haber concurrido mi blonda italiana, Dublín, Irlanda y tal vez toda Italia
habrían amanecido con el anuncio de un español buscando a su dama cuan Don Quijote cortejando a Dulcinea.
Han pasado muchas lunas desde aquella vieja pendencia mía y,
sin embargo, guardo en el oro en paño de mis recuerdos los besos de la rubia
que en una tarde dublinesa me arañó algo más que la espalda. Quisiera pensar que ella se sigue acordando de
aquellas caricias y gemidos que alumbraron la noche tras la visita a la casa de
Bram Stoker- creador de Drácula- que, al parecer, la transformaron en una convincente vampiresa que no dejó de chupar
hasta bien entrada la mañana en la que nos dijimos adiós para siempre. También
guardo, aunque no quiera, los comentarios de aquellas que, hoy como entonces,
ponen el grito en el cielo cuando el cariño triunfa por encima del odio. El desprecio de esas gurruminas feministas que sufren porque jamás tuvieron a un chico de Murcia o a un servidor para
amarlas y adorarlas. Gentuza que dice sentirse harta de que “los machos” las acosemos parándolas por
la calle con la intención clara de violarlas a la menor ocasión. A todas ellas
habría que decirles que la atracción por la persona de otra sexo viene en
primero de biología y que, entre otras cosas, permite perpetuar la especia
humana. Mujeres desesperadas que han tratado de convertir el romántico episodio del tranvía
murciano, porque no entienden que la joven le pareció que estaba como un tren, en el asesinato del Orient Express. A ellas les digo que, en verdad, deberían temer a esos hombres cuya ideología islámica hizo
volar los trenes de Atocha. Pero
claro entonces no estarían apuntando al colectivo de las tres patas al que odian tanto; blanco, cristiano y heterosexual.
Por una vez, y sin que
sirva de precedente, el amor ha triunfado sobre el odio de estas churripuercas que morirán sin conocer el amor con mayúsculas. Y es que la chica del tranvía ha dicho que sí quiere conocer al enamorado.
Sergio Calle Llorens
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