La vida siempre es un
arriesgado descenso alpino. Un comienzo en la cima sencillo y pausado. La
velocidad tiene sus propias leyes y unas normas que hay que acatar, ya que sólo
así se puede disfrutar y salir bien parado del descenso, pues no es posible dar
media vuelta o detenerse. Al alba le
sigue la noche. A la fortuna la desgracia. A la vida la muerte. Sin
embargo, nada importa si finalmente podemos afirmar que la bajada ha valido
realmente la pena En mi caso, creo estar a mitad del camino y puedo afirmar que
lo he pasado, y lo sigo pasando, de cine. En eso no sufro titubeo alguno aunque
mi mente siempre funciona como una radiografía de la duda.
Soy prisionero de unos bosques mudos infinitos. Rehén del
vino que sabe a bayas silvestres que estoy degustando mientras escribo estas
líneas. Esclavo del mediterráneo que es
un cielo líquido, un segundo firmamento donde vislumbrar una miríada de
estrellas que riela en la negrura de la madrugada. Creo que podría emborracharme esta noche
mirando esos luceros colgados en la bóveda celestial. Cautivo de la naturaleza
que brama bajo una bruma dorada. La
noche, como el trascurrir de los días, llega deprisa para ofrecernos una
cacofonía de sonidos más o menos conocidos. Siempre arriba desnuda y ajena a
las excusas y medias verdades de aquellos que no se atreven a vivir del todo.
La zona fosca en donde se refugian los mediocres de espíritu. Pobres diablos que escondieron sus sueños
bajo un hielo glacial. La forma de proceder de esta gente es la mejor
metáfora de la derrota de las ilusiones. Pero yo sigo descendiendo en busca del
valle de la felicidad con el corazón palpitando desbocado con la frecuencia de
un lactante. Afortunadamente no he perdido el alma del niño que fui. Lo cual,
bien mirado, es un milagro en toda regla. Tan milagroso como que usted y yo
sigamos vivos en este mundo tan extraño. Será cuestión de seguir disfrutando contemplando
cómo se despliegan en la mar las tonalidades del cielo. Mi descenso vital me ha
conducido a esta recóndita cala a la que creo pertenecer o, eso me susurra
la patria salada con sus olas rizadas.
Sergio Calle Llorens
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