Italia es una nación joven que jamás ha existido más que en
aspectos nominativos. En cualquier caso, la bota italiana se unió en el siglo
XIX. Luego pasó por las dos guerras mundiales y, de ahí, al mercado común
europeo. Hasta hace tres cuartos de hora, ni siquiera hablaban la misma lengua.
En ese país hermano la autoridad de Roma no ha sido nunca bien vista en los
territorios dominados por los Borbones. Recordemos como los aliados pidieron
permiso a los verdaderos amos del sur; la mafia, para desembarcar en sus
playas. No es que la autoridad nacional no exista en Sicilia o Nápoles, es que
ese poder correspondía, y corresponde, a una autoridad anterior.
Sin embargo, hay algo en la joven nación que supera al resto
y, no es otra cosa que su inteligencia. Lean a Maquiavelo y sigan a sus
artistas y comprenderán las causas por las que los italianos han ejercido una
influencia absoluta en el viejo continente. Los pintores, arquitectos y
escultores italianos son los grandes maestros y, los demás, humildes copistas. Desde
San Petesburgo a Suecia la arquitectura es italiana. Si el monoteísmo es un
invento mediterráneo, y más concretamente judío, Europa tiene a
la cultura grecolatina como a su madre cultural.
En materia de organización política, Italia es un caos
absoluto. Empero, podría funcionar sin gobierno hasta el fin de los tiempos. Cuenta
con unos empleados públicos que permiten sacar las castañas del fuego a sus
paupérrimos políticos. El italiano, como les digo, tiene una inteligencia
supina. Un saber estar. Lo mejor es que son capaces de vender incluso aceite
español tras etiquetarlo como italiano. Incluso se presentan al mundo como
grandes amantes cuando usan la talla de preservativo más pequeña de Europa. El marketing
italiano obra milagros.
Yo querría esa inteligencia italiana para territorios
absurdos como Andalucía, más que el General Vandergrift quería Guadalcanal. En
todos lugares cuecen habas, pero la cuota de descerebrados que rigen Andalucía excede
la lógica más aplastante. Italia no existe pero no importa, le basta con tener
ese tipo de ciudadanos. Andalucía, en cambio, sí existe pero no tiene
ciudadanos que la saquen del vagón de cola. Cierto es que el sur de Italia
sufre lacras similares a las de los andaluces, pero ellos no tienen una administración a
la que culpar únicamente, sino a una organización que gobierna en la sombra
desde hace siglos. Lejos de ella, las cosas funcionan razonablemente bien.
Los italianos, como buenos mediterráneos, se le encienden
los ojos con un buen vino y la visión de unas piernas de mujer. Las italianas
son hembras extremadamente celosas y apegadas al terruño. Son imprevisibles, buenos para el
arte y pésimos para la guerra. Un General Británico afirmó en la guerra de Las
Malvinas que de tener sangre española los argentinos, el conflicto podría
perderse y, de ser sangre italiana, el asunto sería un paseo. En realidad, los
italianos son incapaces de sacrificarse por una patria que sólo ha existido en
los informativos de la RAI.
Desde los tiempos de la reunificación, Italia no ha contado
con un solo Primer Ministro que no haya sido corrupto. El último gran exponente
ha sido Berlusconi al que, por cierto, atacan todos por correrse juergas
sexuales con menores. A diferencia de los andaluces, Berlusconi pagaba esos
vicios con su inmensa fortuna personal. Ciertamente el espectáculo italiano
actual es lamentable, pero es ahí donde radica el milagro. La economía italiana
y el país entero siguen funcionando a pesar de la pandilla de palurdos tipo
Cavalieri que les dirige.
Si Dios me diera la posibilidad de volver a nacer, yo, le
suplicaría que me alejara de Andalucía y me nacionalizara Toscano aunque eso
supusiese gastar dos palmos menos de pene.
Sergio Calle Llorens
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