En cada ciudad donde he anotado, he tenido a bien hacerme socio de alguna biblioteca. Son lugares próximos a la descubierta donde se puede, además de adquirir nuevos conocimientos, encontrar a compatriotas de todo el mundo con los que compartir gustos literarios. En Londres, mi rincón era la biblioteca de Paddington donde trabé amistad con una bella mujer irlandesa que escribía, cuando su trabajo de bibliotecaria se lo permitía, una tesis sobre el Renacimiento Carolingio. Su novio, en cambio, me sumergió en las leyendas y costumbres de los indios norteamericanos. Incluso estaba buscando financiación para un proyecto sobre la Confederación de los indios Lakotas. También en Dinamarca, fui muy feliz mientras me peleaba con los relatos de Andersen en versión original y, departía feliz con Anders sobre la literatura escandinava. Todas, absolutamente todas, fueron experiencias agradables en el mundo de las bibliotecas que, aunque no lo sepan los andaluces, son gratis. Podría estar horas hablando de ese templo del conocimiento del Trinity College de Dublín con sus ejemplares y su libro de Kells, pero creo que me empujarían hacia un mar brumoso de nostalgia.
En España, me hice socio de las bibliotecas sureñas y comencé a frecuentar una situada en la barriada marinera de El Palo, en Málaga capital. Los funcionarios están muy preparados y es un gusto escucharles. Llevaba más de siete años frecuentándoles hasta que hace unos días, ocurrió lo inimaginable. Acudí a mandar un email pues era algo urgente. Cosas de médico, ¡háganse cargo! Los funcionarios habituales no estaban y, para mi desgracia, en su lugar se encontraban dos becarios o enchufados por el ayuntamiento de la capital. Me dirigí al tipo que estaba atendiendo al público que me despachó con muy malas formas, sin que yo pudiera contarle mi problema. Además, el carnet de biblioteca era de mi hijo y se lo quería hacer constar. No hubo forma. El susodicho me miraba como si no entendiera que alguien de 1; 87 cm no pudiera comprender sus escuetas palabras. Me senté azorado frente al ordenador cuando el tipejo vino a la carga. Me preguntó si nadie me había dado una contraseña para el ordenador y, cuando trataba de responderle, se fue. Me levanté porque me llevaban los diablos justo en el momento que descubría que el carnet no era mío. Entonces, conté hasta tres. No quería explotar pero lo hice. Y es que no me gustan ni los maleducados. Se lo hice saber, sin subir el tono pero mirándolo a los ojos. De haber estado en un bar, el becario habría volado sobre unas cuantas mesas, pero allí, no podía hacer nada. Le pedí su nombre para poner una queja por el tratamiento recibido, pero tan asustado estaba que sólo me dijo Ernesto. Luego me dio un papel para rellenar y que me hicieran un carnet nuevo. La cosa, lejos de mejorar, empeoraba. Sobre todo cuando llegó una nueva becaria con poderes paranormales. Lo digo porque aunque no había estado presente en ninguna conversación, afirmaba muy ufana que su compañero no me había faltado al respeto en ningún momento. La afirmación era, por supuesto, completamente falsa ya que de haber estado en la sala, yo me habría dado cuenta pues pesaba varias toneladas. Es más, si Juan Sebastián Elcano hubiera tenido que darle la vuelta a su persona, habría tardado una década más que circundar el globo terráqueo. La mandé a callar y a Ernestito que ya había tragado tres litros de saliva, lo invité a que se dedicara a la poda de árboles frutales.
La historia de la biblioteca tiene un epílogo cuando al día siguiente contacté con la bibliotecaria que, para más señas, es de Granada y se llama Pilar. Mi intención era darle mi versión de los hechos pues habían sido muchos los años que nos conocíamos. Para mi sorpresa, no me dejo articular palabra. Daba por buena la de su compañero y, de paso, me convertía a mi en un peligroso delincuente por haber tratado de usar el carnet de mi hijo que, por cierto, sin mi firma y mi autorización jamás habría obtenido el zagal. Intentaba colgarme el teléfono con la excusa de que tenía mucha gente esperando y, eso, que acababa de abrir. Le dije que quería presentar una reclamación y que un funcionario tiene la obligación de identificarse cuando se le requiere. Me advirtió que el chico en cuestión está sólo de sustituto y, por ello, no tiene que facilitar su identificación. Así que la susodicha Pilar que, dicho sea de paso tiene más reglas que una piscina, cuando le conviene, tampoco me facilitó que pudiera poner una reclamación que, por supuesto, voy a interponer contra los interesados.
Hay una frase en inglés que dice así; “There are two sides two every story” y, la mía, no pudo oírla la granadina. Por eso, estoy escribiendo éstas líneas y que conozca, de primera mano, lo que realmente ocurrió el día que decidí que no volvería por allí jamás.
Coda: Cuando alguien no quiere identificarse, es porque algo oculta. De haberme tratado de forma exquisita, no tendría que haberse ocultado tras la jefa. Triste, pero cierto.
Sergio Calle Llorens
Soy escritor, investigador, guionista, profesor de idiomas y muchas cosas más que no caben aquí. También tengo una sección en Espacio en Blanco de RNE. El mundo se divide en dos categorías, los que tienen el revolver cargado, y los que cavan, tú cavas.
El corporativismo que aludes es tan peligroso y dañino como el nepotismo. Basta que hayas criticado a su compañero para que la princesa se convierta en bruja.
ResponderEliminarMarc
Así es Marc, el nepotismo y el corporativismo son hijos de la misma madre. Saludos.
EliminarJoder Sergio, abitado????
ResponderEliminarHa sido un errata provocada por el teclado. Saludos
EliminarQuerido Sergio:
ResponderEliminarSiempre fue duro y un mal trago tener que ir a la administración, tanto local como autonómica, pero últimamente están fatal, los auténticos funcionarios desmotivados y los enchufados en gran parte, mayoría, te despachan con malas caras, no te resuelven las cuestiones por las que vas, o no te dejan ni hablar para explicarles tu tema.
Últimamente me tomo un Lacasito como llamo yo a los (ansiolíticos) y aún así termino explotando, haciendo hoja de reclamaciones con nombres y apellidos del susodicho/a, por lo menos para que alguien tome medidas, y sobre todo para que se molesten en contestarme, ¡por supuesto , carta estándar! a la cual yo contesto con una parrafada que es el Quijote, y encima como tengo tiempo, me acerco ( ya que no me han echado de la administración , como alguien se inventa por no estar en mis cabales) sino para colocar a la mujer de un sindicalista, y decirle al jefe de sección que me ha contestado , que no tienen vergüenza y que no gasten más papel inútilmente, ya que ese papel, lo pago yo igual como el asiento donde coloca su trasero, y me quedo más ancha que pancha.
Saludos, de una que ha estado en los dos lados