En el
extremo oriental de la región de Málaga se encuentra el parque natural de Cerro
Gordo. Allí se extienden unas playas vírgenes de aguas cristalinas. Cataratas
de agua dulce que van a morir al mediterráneo. Peces de todo tipo que vienen a
hacer compañía a los bañistas. Gaviotas que elevan gritos de lujuria ante tanta
belleza. Calas y acantilados de hasta 250 metros de desnivel, formados por
estribaciones de las Sierras de Tejeda Almijara.
Siempre me
llama la atención la suavidad de esas calitas que se curvan como una mejilla.
Esas aguas que pasan del azul claro al clarísimo. Todo parece tener
los elementos perfectos que necesita un pintor de paisajes, sobre todo cuando
no hay un alma en esta alfombra marina que acompaña a la Cala del Cañuelo. Al
otro lado contemplo Maro. Ese pueblo
malagueño que guarda secretos maravillosos a los que acuden con los ojos
abiertos. Para llegar a estas calas hay
que avanzar bien temprano entre pinos piñoneros, mirtos, arrayanes, lentiscos y
albaidas. Todo oliendo a tomillo o a lavanda y, si es posible en silencio para
entender el mensaje de la naturaleza.
En la mar, la
posidonia oceánica y la zoostera marina donde encontramos cangrejos, tomates
marinos y mejillones. Da gusto nadar junto a esas rocas. Produce verdadero
placer contemplar las torres vigías mientras las aguas acarician el cuerpo.
Recuerdo una vez que fui testigo en primavera de la presencia de un grupo de
cabras montesas que se alejaban de sus zonas querenciosas de las sierras. Fue
también antes del verano cuando observé el vuelo majestuoso de un halcón
peregrino; ave singular que siempre mata a sus presas en el aire. Una maquina
de cazar. En el pasado los humanos
también cazaban otros congéneres lo que llevó a la construcción de las torres
vigías como la de la Caleta, el Pino y Cerro Gordo. En verdad, las costas
mediterráneas están plagadas de estas singulares construcciones. Atalayas desde
donde divisar la presencia de naves piratas en la antigüedad. Así, con un sencillo
sistema de señales de humo se alertaba a la Armada que estaba situada en el
puerto de la ciudad de Málaga. Vaya usted a saber de la cantidad de batallas y
de naufragios que han visto estas piedras, por no hablar de los miles de seres
humanos robados para ser vendidos como esclavos. El problema es que, aunque le
preguntes a las torres, éstas siempre dan la callada por respuesta. En cualquier caso, recuerdo esas historias de piratas contadas
junto al fuego evocador de las noches de invierno.
Si del mar
llena un rumor callado y sentido, del bosque arriba un vasto y dilatado
silencio. Ni siquiera en los fines de semana logran romper del todo esa paz. Es
como si el lugar amansara a las bestias más brutas. Me convenzo sobre el particular al observar a
los submarinistas absortos con las bellezas de las profundidades. Se acercan
dos veleros y a lo lejos un pequeño barco de recreo toma anclas en la cala
subsiguiente. Y así trascurre la mañana entre maravillosos baños hasta que
llega la hora de manducar.
Un almuerzo
denso y generoso de viandas marinas debidamente perfumadas que es digno de las
mayores alabanzas. El pescado, el paisaje y la alfombra marina se me funden en
la retina. Tomo las últimas fotos que guardaré, como siempre hago, en el
apartado de mi colección que lleva por título “lugares mágicos”. Llevo la
espalda un poco cargada de fatiga y los ruidos se acercan en el bosquecillo. El
atardecer será largo, impreciso y mágico en estas calitas de ensueño donde otro
pájaro dibuja una graciosa elipsis en el cielo. Deshago mis pasos y al llegar a
lo más alto contemplo esa maravilla malagueña que, sin duda, me hace
rejuvenecer cada día. Me siento medierráneamente y doy gracias a Dios por ello.
Sergio Calle
Llorens