En un
pequeño pueblo junto al mediterráneo se ha inventado una nueva manera de echar
a los trabajadores de una empresa; por whatsapp. El lumbreras que ha patentado
la formula demuestra, además de su enorme cobardía, el escaso juicio que
posee. Huelga decir que yo fui el individuo que sufrió la afrenta y, no puedo dejar escapar la oportunidad de retratar esa curiosa instantánea de
mi vida.
Creo que en
una compañía debe regir una jerarquía mínima que permita, en la medida de lo
posible, que la cosa fluya de forma organizada. Por eso, siempre acepto
cualquier decisión, incluso la de mi despido, porque la dirección con razón, o
sin ella, debe mirar por el futuro de la empresa. De tal forma que me he ido
como llegué; sin hacer ningún ruido y dejando a la criatura con un 31% más de
estudiantes gracias a mis grandes dotes de enseñante. Y todo en época de gran
crisis económica. Si el fracaso es no intentar nuevos desafíos por el miedo a la derrota,
el despido hay que medirlo por los resultados económicos que uno ha aportado a
la sociedad. Y el balance positivo es evidente. En los casi cuatro años que he estado en este proyecto educativo,
un 99,99% de mis estudiantes han disfrutado y aprendido de mis conocimientos.
De un centro sin apenas estudiantes se pasó, y en muy poco tiempo, a unos
excelentes resultados. Para lograrlo, dejé de hacer esas estúpidas pausas que
el director había impuesto porque, entre otras cosas, él mismo no soportaba
estar demasiado tiempo en las aulas. Lo segundo fue aplicar un sesudo programa
de enseñanza basado en la excelencia. Es justo reconocer también que tuve que
arreglar los desaguisados de Román- el jefecillo- cuyos conocimientos
gramaticales compiten con los del Mocito Feliz. Por lo tanto, sus razones para el despido son sinrazones.
En verdad,
clama al cielo que un tipo con escaso talento para las lenguas cree un centro
de idiomas. Luego estaba su incapacidad para tratar con los clientes y, como no
podía ser de otra manera, con todo el mundo iba chocando el muchacho. Para arreglar
el desaguisado, supongo, tiene a su mujer haciendo todo el trabajo mientras él,
créanme, se dedica a curiosear por las páginas de los diarios deportivos. De
todas formas, siempre es de agradecer que las personas menos inteligentes, como
es su caso, deleguen el trabajo en aquellos que somos muy superiores de mente.
Empero, él sufre de ese mal tan nacional que es la envidia y de ahí que nunca
deje de que los demás puedan demostrarle cuán equivocado está.
Junto a su
escaso ingenio se concentra unos niveles de roñería incalificables. Para
muestra el siguiente botón; en las visitas culturales entregaba, y muy a su
pesar, diez míseros euros por seis horas de trabajo que, tras pagar la entrada
del lugar en cuestión y el transporte-metro o autobús- se quedaba en menos de
dos euros. Por esto, y otras muchas cosas, tiene al personal en situación
levantisca. Para evitar motines a bordo, organiza charlas de grupo para hacer
equipo en las que demuestra ser un pésimo vendedor
de aspiradoras. Como suele pasar en las desgraciadas tierras del sur, el
gamberro es una persona comprometida con la izquierda meridional y, tal vez por ello,
practique todo tipo de engaños.
En cualquier
caso, como ya les adelanté yo a la pareja de cacatúas, este iba a ser mi último
año trabajando en su empresa. Así que la noticia de mi cese, tras la sorpresa
inicial, ha dado pie a una enorme felicidad porque me concede la libertad que,
como siempre digo, es levantarse cada mañana sin tener que estrechar la mano de
aquellos a los que detestas. Se abre
ante mis ojos un futuro esplendoroso. Y cuando uno de ellos venga para suplicarme un “´sálvame”, pondré automáticamente Telecinco.
Sergio Calle
Llorens
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