Yo no estoy
en contra del matrimonio gay por homosexual sino por matrimonio. Nadie en su
sano juicio querría vivir en una institución que, en la mayoría de los casos,
parece psiquiátrica. Mis familiares, muchos de ellos con muchas décadas de
casorio a sus espaldas, me entienden divinamente. El himeneo me parece una idea
de lo más absurda y habría que abolirla para que nadie tuviera tentaciones de
caer en ella.
A veces me
detengo a contemplar esas parejas en el desayuno presidido por un silencio
sepulcral. Cada uno a lo suyo; una ligera lectura del articulista favorito. Una
ojeada rápida al móvil. Una mirada furtiva al objeto de deseo que se pasea
cerca con ganas de guerra. Cualquier cosa antes de volver a escuchar al esposo
o esposa del que conocen todo lo habido y por haber. En esos momentos que analizo
la escena, pienso en los millones de personas que están hasta el moño de sus
parejas. Empero, la gran mayoría sigue con la farsa por miedo a la soledad, o
al temor de no encontrar a nadie que le riegue la hierbabuena de forma
efectiva. Ambos pensamientos me producen hilaridad. Primero porque todos los
que se asustan por el aislamiento, no se dan cuenta de que en realidad tienen
pánico a enfrentarse a ellos mismos. Yo encuentro mi compañía de lo más grata
y, como desnudo gano mucho, el espejo siempre me lanza señales
positivas. En segundo lugar, encontrar hoy pareja de baile en el tálamo es tan
fácil como tomar el metro.
Personalmente
mis relaciones con las mujeres tuvieron siempre un marcado interés sexual. Hoy
mi apego a las señoras responde a una inclinación meramente provenzal del
término. Intento imaginarlas a la luz de las velas ligeras de ropa y ojitos de
cordero. De esas ensoñaciones nacen algunos poemas anémicos pero nunca deseos
de bodorrio. Es tal mi desapego al matrimonio que cuando veo a una pareja,
normalmente formada por dos jovencitos, caminando de la mano y viendo
escaparates, los imagino en diez años a grito pelado. Y es que es un hecho que
se divorcian cuatro de cada cinco parejas y, que lejos de desanimarse, el
personal vuelve a insistir con el tema de las nupcias.
Pudiera ser
que en el asunto de los esponsales hubiera atenuantes que yo, con mi escasa
sabiduría, haya pasado por alto. No obstante en mi defensa puedo argumentar que
siendo un hombre al que le gustan las cosas tangibles, la institución del
matrimonio es un ataque en la línea de flotación de la felicidad de cualquiera.
No es una opinión, es un suceso demostrado científicamente. Habrá excepciones,
que yo no lo dudo, pero no son de este mundo.
Como buen
liberal puedo aceptar que el resto de monos al que llamamos humanidad esté por
el matrimonio. Al fin y al cabo, cada uno se suicida como le viene en gana. Lo
único que trato de decir es que en esos libros tan sesudos de “Educación a la
Ciudadanía” debería incluir un capitulo que tratase cómo divorciarse y no morir
en el intento. Tal vez entonces tengamos a más gente dispuesta a gritar cuan si
fueran el mismísimo William Wallace; FREEDOM.
Sergio Calle
Llorens
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