En mis
deambulaciones nocturnas me siento como un peregrino en busca de su propia voz.
Aquella que viene de lo más profundo de nuestro ser. Yo, afortunadamente, nunca me encuentro con ningún
vecino que me entretenga al claro de la luna en una conversación incomoda. Busco
el silencio y, para alcanzarlo, no hay nada mejor que alejarme de los ruidosos
lugareños. Andar por ese bosquecillo recién estrenada la madrugada es una
actividad solitaria que me produce el mismo placer que la visión de las perdices
mediterráneas. Luego torno entre dos luces y el pequeño pueblo blanco parece suspendido entre el cielo y los acantilados.
Si escribir
es como narrar sobre el agua porque, nada de esto quedará nunca registrado por
mucho tiempo, pensar de forma anónima tampoco tiene mucho recorrido. Y aunque a
veces me sienta tentando en compartir mis raciocinios, no estoy convencido de
que alguien pudiera apreciarlos. Callar, por tanto, siempre es la mejor opción.
Así que deambulo entre pinos con ese susurro voluptuoso que me trae el viento
al que siempre hace compañía la mar. Soy de la opinión de que el amor solo
revela su naturaleza en los lugares silenciosos y, tal vez eso sea aplicable a su vez a los que buscamos medias verdades.
Cantan los
grillos en mi paseo nocturno. Ulula un búho en la cercanía y la luz de los
barquitos me hacen recordar la batalla que en esos momentos se produce en la
patria salada. Es una banda sonora que
supera cualquier tartamudeo musical que a todas horas golpean las emisoras
locales. Si en la literatura la simplificación máxima es la clave para alcanzar
la calidad extrema, la tonada de la
naturaleza es el componente esencial de una obra maestra. Hoy el mundo se ha ganado su prestigio
arruinando la reputación de ser hombre de la tierra. Ahora nadie se para a
contemplar la luna. Ni siquiera a escuchar al silencio. Todos son prisas y
malos modos. Ruido y estruendo. Los
manjares de la naturaleza apenas adquieren importancia a la hora de ser
presentados en el plato. Todo es el resultado
de la cretinización de una sociedad que marcha al ritmo de una caja tonta
dominada por gente muy lista que no quiere que nadie piense, sino que se piense
de una determinada manera. Les hacen ver
que la culpa de los naufragios no es del timonel sino de las olas. Y claro,
cualquier mediterráneo que se precie sabe que eso es una atroz mentira. Reflexiono sobre ello y en el aire flota una melancolía extraña. No
por el tiempo pasado, sino por los días
tan terribles que han de venir. Por lo pronto, ha arribado el estío que trae
consigo a los vociferantes veraneantes. Meses en los que mi playa se me hace
más pequeña y, mi bosque más concurrido. Y con todo una calor tan insoportable
como las medidas que ponen en práctica el gobierno de la taifa.
Alcanzo la
cima de la montaña y mis dedos parecen poder tocar el firmamento. Intento crear
en mi mente una línea que sea mejor que la borrada en la atardecida. Y nada.
Trato de alejar ese sentimiento de culpa por sentirme tan bien en mi compañía. Sin
éxito. Creo que nunca podré cruzar la línea
de meta porque, para bien o para mal, hace años que llegué a mi destino. Me habla la noche y la escucho con muchísimo
gusto.
Sergio Calle
Llorens
No hay comentarios:
Publicar un comentario