En aquellos
años éramos unos gamberros consumados y, ni siquiera la edad puede justificar
todo lo que hicimos. En nuestra defensa podría decir que pensábamos que el
mundo se nos acababa y, de hecho a algunos se le acabó demasiado pronto. A
lomos de esas motos, con chupas de cuero o sin ellas, bailábamos por los
rincones de la ciudad embriagados por el suave aroma de la noche.
Recuerdo
cuando parábamos a alguna bella mujer embarazada para preguntarle si era virgen
y, de paso, dejarle un número de teléfono para que nos llamara cuando se le pasara el hinchazón. Madrugadas
etílicas con sus correspondientes baños en la mar. Desempolvo aquellos blues que compuse para una banda de rock. Añoro esos campings en un pueblo en el que lo más
moderno que habían oído era al Dúo Dinámico. Conmemoro las noches de verano en
Nerja en compañía de valkirias escandinavas; el balcón de Europa, las calas de
Maro, el rumor de las olas y los gritos de mis amigos al darse cuenta de que yo
había perdido los cigarrillos de la risa. Hubo que volver por ellos y, a nadie
le hizo ni puñetera gracia. También guardo dos momentos memorables que tienen
como protagonista a mi viejo amigo “el Pinocho”. La primera tuvo lugar en ese pueblo mediterráneo
cuando al ver como se aproximaba una rubia de piernas largas, dejó exclamar un “no
está buena la tía” y, tras doblar las rocas del rompeolas, percatarse de que
era un tío. La segunda ocurrió en un bar de la movida malagueña. Allí
fuimos una noche a tomar unas cervezas cuando, a mi compinche se le metió entre
ceja y ceja beberse un whiskey y, como no le alcanzaba el presupuesto, se apostó con el camarero
italiano que si se comía una polilla, le invitaría. Y dicho y hecho; pues tras
quitarle las antenas se la tragó sin un lamento. El italiano, que no daba
crédito, gritaba; Non posso crederlo, bastardo, se l`ha mangiato””. Creo que ha
sido el amigo que más me ha hecho reír en la vida junto a otro que hoy está en
busca y captura por la policía. Y hasta ahí puedo leer.
Pudiera ser
que todo lo que yo recuerdo no ocurrió tal y como yo lo imagino. Después de
todo, solo recordamos aquello que nunca ocurrió. Sin embargo, cada vez que
cruzo esos puentes que unen a El Palo de
Pedregalejo, creo recordar la cantidad de cosas que hicimos juntos. Esos bares
llenos de mujeres dispuestas a beberse hasta la última gota del néctar de
nuestras entrañas. Esos licores prohibidos. Esas experiencias en el asiento de
atrás de un coche. Por haber, hubo hasta sexo callejero. El Doo wop y el Rock
and Roll junto a himnos musicales de rebeldía.
Conté
algunas de esas anécdotas en la presentación de mi novela. Relaté esos
episodios que ya van pareciendo las historias del abuelo Cebolletas y, en
cambio, parecen hoy tener más vigencia que nunca. Debe ser que, aunque nunca lo
he reconocido como se merece- dos míseros artículos no son nada- pertenecemos a
una generación que sin querer cambiar al mundo, terminamos adaptándolo a nuestras
canallas medidas. Solo nos importaba reírnos hasta de nuestra sombra y, muy
especialmente, de aquel enano al que siempre queríamos saltar en calle Larios. Tanto
aprendimos a brincar, que terminamos elevándonos por encima de todos los
obstáculos.
Desconozco
los cubatas que nos bebimos en El Fernandito. Ignoro la cantidad exacta de
millones de litros de cervezas ingeridos. Lo que sí sé es los rostros de
aquellas bellezas femeninas que compartieron con nosotros la locura de ser
jóvenes. Y como decía nuestro paisano Pablo Picasso; “el que es joven, lo es
siempre”. Nos movió la vida, los acordes de guitarras y la música celestial que
emanaban de las caderas de esas mujeres. Háganse cargo, teníamos y tenemos el
miembro como el campo de fútbol del Valencia C.F; MESTALLA.
Sergio Calle
Llorens
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