Hay algunos críticos que me acusan de
gustarme demasiado las señoritas y, especialmente, las pelirrojas.
No seré yo quien les lleve la contraria en un asunto tan banal,
aunque no deja de ser curioso el hecho de que alguien por no estar de
acuerdo con mis escritos, recurra a esos argumentos tan pueriles. Y
es que el que nace tonto, con los años se perfecciona y al final es
aún más tonto. Como llevo varios días en los que la nostalgia
cabalga fuerte por mis venas, he querido compartir con todos ustedes
mi admiración por esas féminas de pelo rojizo.
Soy de los que piensa que las
pelirrojas son una raza diferente, mujeres con una energía,
creatividad y personalidad que se salen de lo común. Son imbatibles
en muchos sentidos. En mi opinión, ser pelirroja no es un color, es
una actitud ante la vida. El antropólogo Grant McCracken lo explica
de esta manera tan peculiar: “ Por supuesto, parte del problema con
las pelirrojas es que no hay demasiado de ellas. Hacen únicamente el
2% de la población. Por lo tanto, son extraordinarias y demasiado
numerosas para ser ignoradas, demasiado raras para ser aceptadas”.
Mi admirado John Ford, en cambio, hace decir a uno de sus personajes en el Hombre Tranquilo;” Two women in the house,
and one of them a redhead_” Otros incluso apuntan al hecho de que
las mujeres de caballo colorado se suelen irritar muy fácilmente y
que hablan demasiado de su piel. Imagino que si alguien hace tal cosa
de forma habitual, será una dermatóloga. También hay escritores
como Sir Pelham Melville que afirmaron en su día que jamás
recomendaría a nadie a una pelirroja como compañera vital. Y es
que cada uno cuenta la película como le va. Yo lo único que puedo
decir es que cuando me he vestido de cupido, sonriente y silbando
baladas irlandesas, el creador me ha regalado con alguna que otra
hembra pelirrojas que estaba, si me permiten el simil cárnico, más
buena que el solomillo.
Recuerdo una vez como el tranvía
reptaba a ritmo de caracol entre neblinas que impedían ver aquellas casas con alma de castillo en la ciudad de Barcelona.
Entonces de algún lugar del paraíso encontré a mi diosa de
cabellos rojos y rizados. Vestía elegante con unos tacones que
rompían el silencio de las calles. Se desplomaba la noche a
traición, sin prisa pero sin pausa, con una luna tímida que no
quiso ser testigo de nuestro encuentro. Pronto nos ampararon las
sombras y su melodiosa voz se confundía con el rumor del agua de una
fuente cercana. Fueron unas horas de confidencias, sin miradas
molestas. Terminó lloviendo y yo la vi alejarse de mi vida para
siempre. Nunca supe su nombre, ni yo le di el mío. Desde entonces,
he amado a otras mujeres, mientras la buscaba por el mundo de las
ilusiones. Una musa convertida en fantasma, un espectro hecho mujer
que me rasga el alma en las noches en las que el vino, o el fuego de
la chimenea no logran calentarme el espíritu. Con los años su
rostro se ha difuminado en las tinieblas, como suele ocurrir con los
familiares que se convierten en sombras. Ya ni siquiera pueda
rescatarla del ático de mi memoria, pero sé que un día aquella
mujer de cabellos rojizos supo asomarse al balcón de mi ser. Un
lugar prohibido para ese grupo de monas al que llamamos humanidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario