El Paseo
ecológico de los Rubios es ideal para poner un paso y después otro. Una
extensión de tres kilómetros que se une a los otros paseos del municipio. Este
lugar es un espacio verde que le da la mano al Parque de la Serrezuela. Aquí
los paseantes encontramos nuevas maneras de explorar el municipio al tiempo que
contemplamos unas playas cubiertas de arena blanquita, o de verde intenso por
la cantidad de plantas endémicas que reinan sin mucho esfuerzo. El que viene a
disfrutar de estas vistas debe respetar unas básicas normas si no quiere tener
un encuentro desagradable con aquellos que aspiramos a que este enclave natural
no pierda ni un ápice de su encanto. El Paseo, por cierto, carece de cemento y
la naturaleza señorea o, al menos, hasta que llegaron los dueños de los perritos
que se creen en el derecho de pasear a sus canes por estas orillas pese a la prohibición
expresa contraria a esta práctica. El otro día, sin ir más lejos, aproveché
el paseo para refrescarme en las aguas del Mediterráneo cuando una bella
señorita llegó con un perrito. Le comenté que en el Rincón de la Victoria
hay una playa acondicionada para ese tipo de animales pero que en la Playa de
los Rubios está, como acampar, terminantemente prohibido.
Desgraciadamente, la mujer no hizo caso de mis
indicaciones y siguió lanzando la pelotita al chucho que, entre captura y
captura, tuvo tiempo de orinarse en las cercanías de mi toalla. De nada
importaron mis quejas, ni mis ruegos desesperados para respetar la normativa
ciudadana que alude a los dichosos perritos. La muchacha se mostró
inflexible alegando que hay animales de cuatro patas que son más sucios que los
de dos. Un argumento incontestable, pero qué de llevarlo a la práctica en
todas las situaciones, yo podría llevar a mi mascota, pese a la prohibición a
no ser que fuese un perro lazarillo, a darle un paseo en autobús o a la
biblioteca para que me hiciera compañía en mis ratos de lectura.
Esto de
igualar a perros con seres humanos está de moda por lo que huelga decir que,
aunque no pare de quejarme, terminé yo mismo lanzando la pelotita al agua para
que Lucía, que así se hacía llamar al setter, se alejase de mis dominios. Un completo desastre que me amargó un poco el
paseo y el baño matutino. El lector se estará preguntando por la razón por la
que no llamé a la policía para denunciar la infracción. La respuesta es simple;
durante la discusión me di cuenta, básicamente por la espuma que echaba por la
boca al ladrar, que la dueña de Lucía no había sido vacunada de la rabia.
¡Ladran, luego
nos jodemos!
Sergio Calle
Llorens
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