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jueves, 12 de noviembre de 2020

¡LA ZORRA!

 


Soy el producto de un paisaje que produce hombres y mujeres un tanto aventajados en lo que se refiere a la creación artística. En estas orillas somos filósofos de salón de estar por casa. Tendemos a la poca concreción como esos amaneceres envueltos en brumas azuladas. Nos gusta discutir. Somos expertos en hacer diagnósticos pero, en pocas ocasiones aportamos soluciones a los problemas señalados que, casi siempre, encontramos gravísimos. Engorros creados por otros. Puede que esas olas acerquen certezas a las orillas, pero las alejan justo cuando nosotros nos aproximamos a la playa. En definitiva, somos amigos de lo teórico pero desconfiamos de las resoluciones  prácticas.

Pertenezco, además, a una familia muy andarina que tiene su origen en tierras valencianas. De ella me viene el gusto por el nocturno completo. Esas mágicas noches sin luna en la que uno puede contemplar esos cielos límpidos tan agradables. Anoche, sin ir más lejos, anduve por los bosques cercanos. Olía a hierba fresca y a tomillo. Pero claro, estaba tan oscuro que terminé tropezando con una raposa en la foresta. Curioso animal el zorro. A ésta, precisamente, la conozco porque la he alimentado varias veces. Al parecer, el animalito se ha ido encariñado, no conmigo, que a mí no me ha tenido nunca nadie afecto, sino con las viandas que tan generosamente he compartido con ella. Una vez, incluso, me presentó oficialmente a su prole. Tal vez, pienso yo, con la esperanza de que, viéndolos tan delgaditos como estaban, aportase más comida a la escasa dieta familiar. Una madre, después de todo, siempre es una madre por muy zorra que sea. Ésta lo es, y mucho. La escena de los cachorros me ablandó mi duro corazón y les traje una cesta llena de obsequios alimentarios. Pero de aquel generoso gesto mío ya ha pasado un invierno. Me alegré, en cualquier caso, de ver a la raposa con vida y con ganas de saludarme. Por mi parte correspondí con una leve inclinación de cabeza que acompañé con otro presente en forma de carne. Los ojos de mi amiga resplandecieron en la oscura noche más, si cabe, que esos barquitos cuyas luces señalan el lugar exacto de la pesca. Ajeno a la estampa marina, el cánido siguió engullendo su comida. Finalmente, dio un saltito y se metió tras unos matorrales tras los que se percibía su bella cola tupida. De pronto la noche se la tragó. A mi mente viene entonces aquella historia que me narró mi padrino en una noche junto a la lumbre en la pasada centuria. Al parecer, según su propia versión, el término zorra reemplazó a la palabra vulpeja que venía del latín vulpes. Y eso ocurrió por la repugnancia que sentía el campesino a llamar por su nombre a este animal supuestamente maléfico. Ese temor, en definitiva, condujo al hombre de campo a buscar nuevos nombres indirectos y figurados para llamarle. En francés le denominan repard y en danés raev.  Yo sencillamente la llamo amiga. Al fin y al cabo, es la única que tiene a bien acompañarme en mis paseos bajo el nocturno completo. Y eso, creo, tiene mucho mérito.´

Sergio Calle Llorens

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