Soy el producto de un paisaje que produce hombres y mujeres un tanto
aventajados en lo que se refiere a la creación artística. En estas orillas
somos filósofos de salón de estar por casa. Tendemos a la poca concreción como
esos amaneceres envueltos en brumas azuladas. Nos gusta discutir. Somos
expertos en hacer diagnósticos pero, en pocas ocasiones aportamos soluciones a
los problemas señalados que, casi siempre, encontramos gravísimos. Engorros
creados por otros. Puede que esas olas acerquen certezas a las orillas, pero
las alejan justo cuando nosotros nos aproximamos a la playa. En definitiva,
somos amigos de lo teórico pero desconfiamos de las resoluciones prácticas.
Pertenezco, además, a una familia muy andarina que tiene su origen en
tierras valencianas. De ella me viene el gusto por el nocturno completo. Esas
mágicas noches sin luna en la que uno puede contemplar esos cielos límpidos tan
agradables. Anoche, sin ir más lejos, anduve por los bosques cercanos. Olía a
hierba fresca y a tomillo. Pero claro, estaba tan oscuro que terminé tropezando
con una raposa en la foresta. Curioso animal el zorro. A ésta, precisamente, la
conozco porque la he alimentado varias veces. Al parecer, el animalito se ha
ido encariñado, no conmigo, que a mí no me ha tenido nunca nadie afecto, sino
con las viandas que tan generosamente he compartido con ella. Una vez, incluso,
me presentó oficialmente a su prole. Tal vez, pienso yo, con la esperanza de
que, viéndolos tan delgaditos como estaban, aportase más comida a la escasa dieta
familiar. Una madre, después de todo, siempre es una madre por muy zorra que
sea. Ésta lo es, y mucho. La escena de los cachorros me ablandó mi duro corazón
y les traje una cesta llena de obsequios alimentarios. Pero de aquel generoso
gesto mío ya ha pasado un invierno. Me alegré, en cualquier caso, de ver a la
raposa con vida y con ganas de saludarme. Por mi parte correspondí con una leve
inclinación de cabeza que acompañé con otro presente en forma de carne. Los
ojos de mi amiga resplandecieron en la oscura noche más, si cabe, que esos
barquitos cuyas luces señalan el lugar exacto de la pesca. Ajeno a la estampa
marina, el cánido siguió engullendo su comida. Finalmente, dio un saltito y se metió
tras unos matorrales tras los que se percibía su bella cola tupida. De pronto
la noche se la tragó. A mi mente viene entonces aquella historia que me narró
mi padrino en una noche junto a la lumbre en la pasada centuria. Al parecer,
según su propia versión, el término zorra reemplazó a la palabra vulpeja que
venía del latín vulpes. Y eso ocurrió por la repugnancia que sentía el
campesino a llamar por su nombre a este animal supuestamente maléfico. Ese
temor, en definitiva, condujo al hombre de campo a buscar nuevos nombres
indirectos y figurados para llamarle. En francés le denominan repard y en danés
raev. Yo sencillamente la llamo amiga.
Al fin y al cabo, es la única que tiene a bien acompañarme en mis paseos bajo
el nocturno completo. Y eso, creo, tiene mucho mérito.´
Sergio Calle Llorens
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