Ayer
contemplé una luna anaranjada casi rojiza cuya visión me vale para exclamar que
la vida me ha valido la pena. Estaba reflejada en un mediterráneo tranquilo y
esa Diosa, como tantas otras veces, me abrigó el alma. La vida, queridos
amigos, es un suspiro. Un paseo corto y mágico que no importa el final sino el
camino que tomamos cada día. Somos, por decirlo de alguna manera, como ese
corredor de fondo que se queda vacío cuando llega a la meta. Es en ese momento
cuando se conoce el secreto de la existencia. La prueba del algodón. El
descubrimiento de si hemos vivido o si hemos estado muertos en vida. Los
momentos anteriores a la muerte son como un post orgasmo en el que nuestra
mente nos dice si la aventura ha tenido saldo positivo.
La vida es
un milagro. La existencia un auténtico regalo. Desgraciadamente son demasiados
los que viven pensando que son inmortales o, peor aún, que nada podrá dañarles
nunca. Ahí tienen a esos espeleólogos que han muerto en el vecino del sur. Les
ha faltado tiempo a los amigos para culpar a los gobiernos de España y
Marruecos. Habría que recordarles que nadie les puso una pistola para ir adonde
fueron. Habría que decirles que los deportes de riesgo son eso precisamente; de
riesgo. Murieron haciendo lo que más les gustaba y, son ellos los únicos
responsables del desaguisado. España, me consta, ofreció ayuda pero no quiso
importunar al orgulloso Mohamed VI no fuera a provocar otra crisis diplomática.
Tal vez los marroquíes pudieron darse más prisa y, también, tal vez los finados
podrían haber pensado del riesgo que corrían practicando ese deporte en un país
del tercer mundo. Las muertes humanas siempre son para lamentar pero, creo, no todas los decesos son iguales. Hace unos días un hombre murió aplastado mientras limpiaba la lápida de su suegra. En verdad, no se me ocurre una muerte más estúpida. Me pregunto si el tipo no tendría nada mejor que hacer un domingo por la mañana. Además, hay suegras tan malas que no descansan ni después de muertas con tal de joder a los yernos. Debe ser duro para los familiares del aplastado confesar que su consanguíneo murió de una forma tan delirante. En cualquier caso, cada persona es libre de tomar sus decisiones, siempre y cuando no seamos los demás los que paguemos con la factura que, dicho sea de paso, asciende a un pico en el caso de los espeleólogos españoles en Marruecos. Ahora tocan los lamentos por unas muertes que sólo se explican por la estupidez de los fallecidos.
Sergio Calle
Llorens
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