Desde mi atalaya compruebo que el mar disfruta de unos
azules fugitivo, aguas verdes y rosados endebles. Le miro a los ojos que es la
mejor de las literaturas, y con esa visión, me adentro de nuevo en la arboleda.
La paz del valle cubierta por una niebla melancólica y viscosa que no ayuda
mucho a mi espíritu. No tengo el cuerpo para requiebros ni encuentros furtivos
por lo que camino atento a presencias extrañas. Los olores embriagantes del campo
me curan el ánimo.
Anochece y las formas de las cosas parecen adormecerse en la
vaguedad querenciosa del crepúsculo. La foresta está inundada de cantos de pájaros
que se afanan en comer antes de volver al nido. Un mochuelo, en cambio, me mira
divertido desde lo alto de un pino carrasco. No descarto que se esté
cachondeando de un servidor. Los animales no parecen compartir esa absurda
obsesión de hablar con los primates, así que levanta el vuelo y se marcha.
Tal vez me falte voluntad o me sobre vicio, pero lo de andar
alejado de todo es un placer inigualable. Yo no podría saber muy bien por qué
pero cuidar de las estrellas se me da razonablemente bien. Diría que muy bien. Nadie
me paga por ello. Ningún alma me pide nada a cambio pero, la visión de esas
hermanas que brillan en la bóveda celestial es el mejor de los regalos. Es un
buen trueque, creo.
Camino entre luces que se apagan y se encienden en la
lontananza. Sigo buscando la melodía. Puedo parecer borracho pero no me he
perdido, simplemente estoy embriagado de tanta belleza y soy incapaz de
aprovecharla. Las musas deben de estar de vacaciones. Me pego a los árboles. Me
empapo de ellos pero todo es en vano. Abro una botella de cerveza en la
oscuridad. La degusto lentamente y dejo, lentamente, que los grillos me enseñan
a cantar de madrugada la melodía de los hombres tristes. Me queda un trecho
para volver a mi faro de madrugada. Las tinieblas me atrapan. Al fin.
Sergio Calle Llorens
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