Crecí en la España que tenía dos
canales. Un tiempo donde echaban programas como Estudio 1, el Hombre y la Tierra
o Historias para no Dormir. Los viernes teníamos la opción del
1,2,3 en la primera, y en la segunda La Clave. Ese espacio dirigido
por Balbín que fue censurado por los socialistas al albor del
referéndum de la OTAN. De aquella decisión me viene una alergia a
los del capullo. Verán se me puso la lengua azul y comenzaron a
salirme manchas en la piel. El médico, hombre de mundo, concluyó
que mi espalda parecía el mapa de California. Ha llovido mucho desde
entonces, pero mis familiares siguen pensando que soy un tipo muy
raro. Lo que sí ha cambiado es el mundo de la tele. A veces asisto
atónito a un desfile de programas de mal gusto, donde diversas
cacatúas suponen que si berrean en vez de hablar, los sonidos que
escapan de sus hocicos acabarán, de alguna manera, adquiriendo algún
sentido.
En cualquier caso, la tele en España
ha dado la oportunidad a la industria del cine para quitarse de en
medio a miles de pésimos actores que solían arruinar todas sus
producciones. El problema, sin embargo, es que estos actores de pelo
y medio tornan al mundo cinematográfico sin pasar por el teatro. Y
claro, así no hay manera de que aprendan a vocalizar. A veces, una
película española es más difícil de entender que un documental
realizado en chino taiwanés. Miren para comprombarlo alguna cinta de Mario Casas, un
chico al que fusilaría al amanecer, sin juicio previo. Pero no
quiero desviarme del tema
La tele en España es una basura de tal
calibre que hay canales que muchos desconectamos por el temor
fundado a que la idiocia sea contagiosa. Por eso, en mi aparato
televisivo no aparecen nunca ni Canal Sur, ni Telecinco. Este último
solía vender Venus de mercadillo provenientes del planeta Putón. Y
del ente andaluz podríamos escribir millones de ensayos sobre los
efectos de sus programas en la población. Véase María Gámez como
ejemplo ilustrativo. Una mujer que la primera vez que vio la cabeza
de un toro colgada en una pared, salió de la habitación a voz en
grito, preguntándose como habían metido al cornudo- no hablo de su
compañero sentimental- en aquel sitio.
En cuanto a los otros canales, he de
añadir que salto como un poseso sobre el mando a distancia al menor
atisbo de papanatada o corrección política. Otro aspecto que
detesto del mundo de la televisión, es el deseo de millones de
ciudadanos a aparecer en ella. No parecen entender que hay épocas y
lugares en las que no ser nadie es más honorable que ser una Toñi
Moreno cualquiera. Incluso el que aquí suscribe tuvo su momento de
gloria en la caja tonta. Fue una mañana cuando una entrevistadora de
la tele tuvo la osadía de pararme por las calles de Barcelona para
hacerme unas preguntas. Por supuesto, accedí a ello con la doble
intención de observar sus pechos y, de paso, arruinarle la carrera.
Recuerdo que me preguntó sobre mi profesión, a lo que respondí que
vendía esponjas a los borrachos que no podían llevarse todo el
alcohol a casa. Por desgracia, ser guapetona y tener una gran
delantera, no son las únicas virtudes requeridas para ser buena
periodista. Aquella chica se tragó mi historia sin pestañear. El
cámara que no era tonto, excepto cuando se colocaba tras una lente,
le hizo una seña a la ilusa para que siguiera con el cuestionario.
Aquellos minutos fueron suficientes para acabar con su carrera
televisiva. Todavía hoy se la puede ver de camarera en el bar
Zurich de las Ramblas. Empero, otras personas de mucho menos talento
han triunfado en el complicado mundo del espectáculo; desde arpías
como Irma Soriana, hasta retrasadas profundas como Leticia Savater.
Coño si hasta Jesús Gil presentaba, en su momento, un programa
metido en un jacuzzi. Eso sí, también hemos tenido gloriosas
excepciones como Eduard Punset, director y presentador de Redes.
En mi opinión, los ciudadanos que
tienen mucho apego al rebaño televisivo, tienen algo de borrego.
Cuando pienso en ello, y en la cantidad de cantamañanas que han
inundado nuestros hogares de telebasura, sólo hallo la paz en el
acceso directo al jamón de pata negra. Un producto que, por cierto,
también anunciaba en la tele otro maestro de la caja boba, el señor
Bertín Osborne. Y es que no hay territorio que no haya sido violado
por esos monstruos. Háganme caso, apaguen la tele y póngase a leer.
Sergio Calle Llorens
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