Conocí “el paraíso comunista” en 1989 en una gira por la Europa del Este, cuando las dictaduras comunistas daban sus últimos coletazos. Guardo en algún rincón de mi memoria las imágenes de los supermercados vacíos y de la miseria en los rostros de todos esos desgraciados. Personas que hablaban con terror de las autoridades. La verdad es que aprendí mucho de aquella gente hasta que tuve que salir por piernas de Rumania porque al dictador bermejo Ceaucescu- gran amigo de Carrillo- lo acababan de asesinar en compañía de su esposa. Algún día les contaré los detalles de mi huida que terminó con mi arribada a tierras suecas. Ahora que echo la vista atrás tengo la sensación de que el bloque del este era una gran cárcel que guardaba a millones de seres que hablaban y se movían como zombis. Incluso hoy pensar en la URSS o en la RDA me producen escalofríos. Asimismo sigo sin entender como la izquierda de entonces daba su apoyo a un régimen cuyos ciudadanos querían abandonarlo. Pues si era tan bueno el sistema, cómo se explicaba que nadie quisiera vivir bajo la hoz y el martillo. Al margen de los 100 millones de muertos causados por el comunismo en todo el mundo, los descendientes de Marx no veían ninguna contradicción moral en la creación de una sociedad similar a un campo de concentración. Una sociedad en la que las autoridades les decían lo que tenían que pensar y como debían de actuar. Todo aquel que seguía las directrices del partido comunista era un héroe, y los que no proscritos o encarcelados. Curiosa forma de entender la democracia. Sí el viejo sueño comunista era un camelo, un engaño, una historia falsa de principio a fin. Yo fui testigo de aquello. Lo sentí, lo viví y he luchado contra su ideología con todas mis fuerzas. Creo en la democracia, con sus imperfecciones, y pienso defenderla. Porque como decía Churchill: “ Me repugnan sus ideas pero daría mi vida para que usted pudiera seguir defendiéndolas”. Pues eso.
Sergio Calle Llorens
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