En agosto se
juntan elementos que, maravillosamente combinados, dan lugar a escenas mágicas
como los rieles de plata de la superluna en el Mediterráneo. Yo fui
testigo de la escena en el profundo silencio de la noche. Creo que esperaba que
alguna embarcación cruzase las aguas tranquilas del Cantal, pero
sólo atisbé a vislumbrar el vuelo errabundo de algunas aves nocturnas. En
verdad, es divertido pillar in fraganti al búho en plena acción cinegética,
pero como tengo por costumbre pasar por la vida molestando lo justo, avancé a
hurtadillas por el campo dejando a solas a la rapaz con su víctima. Después de todo, dos son compañía y tres es un número tan molesto como Elisa Beni, y que el Padre, el hijo y el espíritu santo sepan perdonarme.
Cien mil estrellas brillaban en el cielo y el
aroma de la dama de noche y del jazmín alfombraron mi noche de dichosos recuerdos.
Ternura perfilada de dulces veranos en
la que abandonaba la seguridad de la casa familiar, llamada La Cabaña, iluminada
por la temblequeante luz de las velas, y me sumergía en las aguas oscuras de la
aventura.
Entonces, en la contemplación, la luna me dio las
claves del pretérito para soltar el lastre que me ha impedido volar alto en el
presente. La luna también me reveló los árcanos y me abandonó después en la
atalaya. Sentí, al recrearme en la escena, una paz infinita que todavía colma mi
espíritu. Fue un momento eureka en el que la brisa marina me acompañó en mi passeggiata sobre la hierba mojada. Noctiluca hizo su magia y las nubecitas de desparramaron en
bandas en el cielo infinito.
La última
luna de agosto dio paso al primer día del resto de mi vida. La superluna del
esturión marcó mi camino lento y pausado por el peligroso desfiladero de mi
existencia.
¡Al fin soy
uno que no está para nada, pero que sirve para casi todo lo malo!
Sergio Calle Llorens
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