Abandono mi retiro en el Valle
del Genal para encontrarme con Carolina. Una mujer, y con todas las
letras, a la que admiro profundamente porque tiene una habilidad pasmosa para enriquecerse. En verdad, ganar dinero
trabajando mucho es considerado una vulgaridad, pero hacerlo sin hacer prácticamente
nada, es lo que tiene un mérito apabullante. En ese sentido, Carolina no
tiene rival. Nuestra cita es en el cubo del Museo Pompidou, en la capital
de la Costa del Sol. Llega radiante y bella como siempre con su pelo
azabache y su dulce boca de carmín. La madrileña es una compleja reminiscencia, más o
menos difusa, de mi vida pasada. Me estampa dos besos y camina cogida de mi
brazo hacia el restaurante José Carlos García donde ha reservado mesa
para dos. En el paseo sentimos la sugerente caricia de la brisa marina que nos
acompaña hasta la puerta.
Afuera
las lucecitas del puerto embellecen con su centelleo las misteriosas aguas del Mediterráneo. Apenas media hora de conversación
sobre lo que pudo ser y no fue. Y entonces aparece el primer plato de este
restaurante malacitano que presume de tener una estrella Michelin. Una
delincuencia sensorial. El alfabeto del éxito que se aleja de la lepra
andalucista. Un plato efectista que nos arriba de una cocina que se
encierra entre cristales para que los comensales podamos ser testigos de la producción
culinaria de cada manjar. La voluptuosidad del voyerismo hecha cocina. El espejo
brillante de la mar con su carnación azul. La generosidad que la patria
salada nos brinda. Y sólo ha sido una lubina, unos salmonetes y un foie de Las
Landas. Los pimientos asados de la Vega del Guadalhorce son como una
cresta soleada sobre las olas Efectivamente los fogones de José Carlos García
son alta cocina para calmar nuestros más bajos instintos. Una delicia.
La cocina, este tipo de cocina, es la manera en la que Málaga le cuenta al mundo su historia de éxito. La misma que ahora narran las personas que se encuentran en el restaurante: daneses, noruegos y nacionales. Alabanzas en diferentes lenguas que suenan como un jadeo de placer en el restaurante. Carolina sonríe satisfecha y me guiña un ojo y después otro. Luceros de un azul pálido sobre cuya superficie se dibuja el destino. Una vez más mi amiga ha acertado con la elección del restaurante. Un templo culinario ajeno al entontecimiento de aquellos que niegan la superioridad de la alta cocina del país cuyos relámpagos asombran al mundo.
Sergio Calle
Llorens
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