En mi boca
arrancan todas las buenas historias. La que les cuento, creo, reúne todos los
requisitos para ser elevada a la categoría de leyenda. Al menos al del mito que me
acompaña de ser una persona difícil. Verán, yo trabajaba para una multinacional
de la enseñanza. Una de esas compañías con más reglas que una piscina en
verano, pero con pocas ganas de pagar una soldada digna a sus trabajadores.
En verdad, los profesores percibíamos menos dinero que el resto de empleados de la
empresa. Lo que habla, y no muy bien por cierto, de la escasa importancia que
esos cabritos le daban a la educación. Tener más experiencia profesional que la
de todos los maestros del centro no me valió para saltarme el descacharrante curso de formación donde aprendí el
método inductivo que usaban.
Al principio todo fue bien y, me consta, los
estudiantes valoraban muy bien mi facilidad para arrojar luz sobre los misterios
oscuros de la lengua de Cervantes. Sin embargo, todo se torció una mañana
cuando un hombre entró en clase media hora después de la hora de comienzo. Era
un tipo con gafas que se movía como una mujer, tapando sus inexistentes pechos
nutricios con una carpeta. Ya saben, a la manera de las adolescentes en los
institutos. Le pedí explicaciones con la mirada. Éste se limitó a ignorarme con
cara de desprecio e hizo un gesto con la mano para que prosiguiera. Y eso hice, pensando,
equivocadamente, que era un alumno más. Por deferencia a él, hablé tres minutos sobre la
actividad que estaban realizando mis pupilos. Al terminar la clase, el italiano se
identificó como uno de los máximos responsables de la multinacional que había
venido desde Suiza a valorar nuestro trabajo. Curiosamente, nadie me
había advertido de la visita. En verdad, tengo suficientes tablas para interpretar
cualquier papel en la obra “un profesor de español” en la que siempre dejó
mis comentarios más elocuentes y chispeantes, pero aquello fue una emboscada.
Tras la lección, aquel chulesco personaje me comentó que le había gustado mi
clase, pero, siempre hay un pero y hasta un melón, yo hablaba demasiado. Le contesté
que la culpa del exceso verbal estaba en su coleto y no en el mío; “sólo
si alguien me hubiese avisado de que no eras estudiante…” Se limitó a apuntar algo en una hojita que usaba para valorarme. En ese
momento, los dos sabíamos que la antipatía era mutua. Para relajar el ambiente
me hizo una serie de preguntas personales que yo contesté con toda honestidad.
Finalmente, hizo un comentario despectivo sobre la forma en la que yo llevaba
colgada la identificación de profesor con el logo de la escuela. Y es que con
el movimiento se había dado la vuelta y no se veía mi nombre. Un pecado
mortal a los ojos del fariseo. Para dar terminada la entrevista se levantó y
yo imité su movimiento. Entonces me preguntó si yo recomendaría la escuela a
mis amigos y familiares. Sonreí, y como
buen espadachín, calculé la distancia hacia el adversario, la acción a
realizar, el blanco a tocar, el movimiento para destrozarle y, por supuesto, la
velocidad de ejecución. En mi hombro izquierdo un diablo pidiendo guerra.
En el derecho un ángel que me sugería cordura.
Pero ya era tarde para el segundo porque no suelo pasar por alto una
afrenta. Así que la sonrisa helada dio paso a mi respuesta:
- "Si
alguien me hubiera preguntado esto ayer, habría dudado en dar una respuesta
positiva o negativa, pero tras conocerle en persona le aseguro que no
recomendaría este centro ni a mi peor enemigo".
El italiano
se quedó blanco, le temblaban los labios y antes de que pudiera reaccionar, me alejé de allí para siempre. Un mes más tarde tenía el
finiquito ingresado en la cuenta de mi banco y el tiempo suficiente
cotizado para cobrar el paro.
Estoy
convencido de que mi vida hubiese sido diferente de haber pasado por alto los múltiples ultrajes, pero siempre me perdió el viejo orgullo español que
nos llevó a dominar el mundo. Además, aunque yo ya sea un hombre que a duras penas
puede mantenerse en pie, mi reputación sigue intacta. Y eso, al menos para mí, tiene
el valor de un hombre que pasó de presa a cazador.
Sergio Calle
Llorens
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