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martes, 13 de abril de 2021

¡MI REPUTACIÓN!

 



En mi boca arrancan todas las buenas historias. La que les cuento, creo, reúne todos los requisitos para ser elevada a la categoría de leyenda. Al menos al del mito que me acompaña de ser una persona difícil. Verán, yo trabajaba para una multinacional de la enseñanza. Una de esas compañías con más reglas que una piscina en verano, pero con pocas ganas de pagar una soldada digna a sus trabajadores. En verdad, los profesores percibíamos menos dinero que el resto de empleados de la empresa. Lo que habla, y no muy bien por cierto, de la escasa importancia que esos cabritos le daban a la educación. Tener más experiencia profesional que la de todos los maestros del centro no me valió para saltarme el descacharrante curso de formación donde aprendí el método inductivo que usaban.

 Al principio todo fue bien y, me consta, los estudiantes valoraban muy bien mi facilidad para arrojar luz sobre los misterios oscuros de la lengua de Cervantes. Sin embargo, todo se torció una mañana cuando un hombre entró en clase media hora después de la hora de comienzo. Era un tipo con gafas que se movía como una mujer, tapando sus inexistentes pechos nutricios con una carpeta. Ya saben, a la manera de las adolescentes en los institutos. Le pedí explicaciones con la mirada. Éste se limitó a ignorarme con cara de desprecio e hizo un gesto con la mano para que prosiguiera. Y eso hice, pensando, equivocadamente, que era un alumno más.  Por deferencia a él, hablé tres minutos sobre la actividad que estaban realizando mis pupilos.  Al terminar la clase, el italiano se identificó como uno de los máximos responsables de la multinacional que había venido desde Suiza a valorar nuestro trabajo. Curiosamente, nadie me había advertido de la visita. En verdad, tengo suficientes tablas para interpretar cualquier papel en la obra “un profesor de español” en la que siempre dejó mis comentarios más elocuentes y chispeantes, pero aquello fue una emboscada. 

Tras la lección, aquel chulesco personaje me comentó que le había gustado mi clase, pero, siempre hay un pero y hasta un melón, yo hablaba demasiado. Le contesté que la culpa del exceso verbal estaba en su coleto y no en el mío; “sólo si alguien me hubiese avisado de que no eras estudiante…” Se limitó a apuntar algo en una hojita que usaba para valorarme. En ese momento, los dos sabíamos que la antipatía era mutua. Para relajar el ambiente me hizo una serie de preguntas personales que yo contesté con toda honestidad. Finalmente, hizo un comentario despectivo sobre la forma en la que yo llevaba colgada la identificación de profesor con el logo de la escuela. Y es que con el movimiento se había dado la vuelta y no se veía mi nombre. Un pecado mortal a los ojos del fariseo. Para dar terminada la entrevista se levantó y yo imité su movimiento. Entonces me preguntó si yo recomendaría la escuela a mis amigos y familiares.  Sonreí, y como buen espadachín, calculé la distancia hacia el adversario, la acción a realizar, el blanco a tocar, el movimiento para destrozarle y, por supuesto, la velocidad de ejecución. En mi hombro izquierdo un diablo pidiendo guerra. En el derecho un ángel que me sugería cordura.  Pero ya era tarde para el segundo porque no suelo pasar por alto una afrenta. Así que la sonrisa helada dio paso a mi respuesta:

-         "Si alguien me hubiera preguntado esto ayer, habría dudado en dar una respuesta positiva o negativa, pero tras conocerle en persona le aseguro que no recomendaría este centro ni a mi peor enemigo".  

El italiano se quedó blanco, le temblaban los labios y antes de que pudiera reaccionar, me alejé de allí para siempre. Un mes más tarde tenía el finiquito ingresado en la cuenta de mi banco y el tiempo suficiente cotizado para cobrar el paro.  

Estoy convencido de que mi vida hubiese sido diferente de haber pasado por alto los múltiples ultrajes, pero siempre me perdió el viejo orgullo español que nos llevó a dominar el mundo. Además, aunque yo ya sea un hombre que a duras penas puede mantenerse en pie, mi reputación sigue intacta. Y eso, al menos para mí, tiene el valor de un hombre que pasó de presa a cazador.

Sergio Calle Llorens


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