A diferencia
de los anglosajones que dicen que se sienten bajo las olas cuando les entra la
depresión, un servidor se encuentra estupendamente debajo del líquido elemento. Bañarse en
estas aguas, zambullirse en ellas, o contemplarlas son mi vía de escape. Una
especie de isla de los naufragios donde van a varar las almas de aquellos que
se niegan a abrazar la idiocia andalucista. El Mediterráneo como puerto
final para escapar de esa nave vieja capitaneada por marineritos de agua dulce
que no saben a qué puerto dirigir la nao que, pese a mis advertencias,
terminará hundida en el fondo del océano. Lo último que han inventado para
destruirnos es acabar con la libertad de expresión olvidando aquella máxima de
Roland Barthes: “El que habla no es el que escribe y el que escribe no es lo
que es”. Todo para conducirnos a prisiones tan húmedas como un manantial, y tan
oscura que es siempre de noche. Que convoquen al fantasma de Francisco de
Quevedo y él, si lo estima conveniente, les hablará de la de San Marcos.
Hoy todo el
mundo quiere caerle bien al resto de los humanos. Yo no quiero bien a los
malos. Mimar al mal es una pestilente costumbre. Me encanta tener enemigos. Para lograrlo, yo antes escribía mucha poesía
satírica hasta que la justicia mandó parar. A consecuencia ello, mi producción
en versos ha quedado reducida a cenizas. Quiero decir que sigo escribiendo
líbelos, pero no me atrevo a publicarlos. Para sacar adelante mis cuartetas
bebo de la mala leche de la realidad. Pero, repito, no me atrevo a publicar
nada, aunque mis amigos, que son unos cabritos de cuidado, me animan a componer
desenfadados versos. Afirman que les
encanta ver el escándalo que provocan mis poesías. Las muchachas, en cambio, no
se muestran tan encantadas por mis escritos. A éstas les digo que el escándalo,
por mucho que lo ignoren, amplia las cotas de libertad de cualquier pueblo.
Para olvidar mi frustración, busco el Mediterráneo como el sediento se acerca a
una fuente.
Tristemente
los prohibicionistas han terminado ganando la batalla, pero no la guerra.
Porque al campo de la libertad no se le puede poner puertas y, aunque esté
lejano ese día, la libertad que gozábamos en Málaga en los años ochenta
terminará volviendo. Un tiempo en que podías tocar una canción de rock and roll
en tono irreverente y la gente, si no le gustaba lo que cantabas, cambiaba de
canal. Llegará el día en el que los
jueces que, como todos sabemos son infalibles,
no puedan entrar en nuestras aguas libertarias para detenernos. Especialmente
porque en nuestro medio acuático podrían ahogarse.
Sergio Calle
Llorens
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