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martes, 31 de marzo de 2020

LA PLUMA Y LA ESPADA


Una vez tomo la espada en mi mano no hay quien me pare.  El cuerpo derecho, pero de manera que el corazón no esté directamente frente a la espada del adversario, el brazo diestro completamente extendido, los pies bastante juntos. Demostraciones geométricas que giran alrededor del cuerpo del rival, haciendo movimientos de costado a fin de poner al enemigo en una situación comprometida. Vario la complicación de los pases según su reacción fuese tranquila o colérica. Evalúo también el tamaño del contrario. La cuestión es herir sin ser herido. 

Me pasa igual con la pluma. Es entrar en contacto con ella y mi ser sufre una transformación brutal. El Sergio amable da paso a una bestia que me es imposible dominar. En un duelo de esgrima las reglas son aceptadas de forma natural. Después del combate, los contendientes nos damos la mano y volvemos a casa sin rencor alguno. Pero cuando uno camina en el peligroso sendero de la crítica, el cobarde del que escribes no te manda padrinos para mantener un duelo al alba, sino a los abogados que, en casi todos los casos, suelen ser igual de pusilánimes que los ofendidos. 

Mi espada me ha sacudo de muchos apuros. Mi pluma, en cambio, me ha metido en problemas. Escribir, en cualquier caso, es no ganar para disgustos. Hoy todo el mundo quiere ser políticamente correcto.  Yo no quiero pertenecer al gremio de los gurruminos. Esos que no entienden que el tiempo que llevamos en confinamiento es superior a los días que han pasado los socialistas en prisión por el escándalo de los ERE.  Por tanto,  podría afirmar, y de hecho lo afirmo, que me encanta tener enemigos porque es prueba de que algo estoy haciendo bien.  Son legión los que me han aconsejado corregir la táctica, pero me temo que a estas alturas de mi vida soy incorregible.  Perro viejo no aprende  trucos nuevos.

De mís escritos se han dicho muchas cosas, y la mayoría son negativas. En mi defensa, si es que puedo oponer defensa, añadir que jamás he firmado un artículo malo. Es más, en todas las revistas y medios en los que he firmado, mis trabajos han sido los más seguidos y comentados. Como ven,  he podido enmendar mi falta de modestia. Por eso ahora voy a ser la persona más humilde del mundo, y jamás nadie podrá compararse con mi lengendaria humildad. 

La literatura, al igual que el rock and roll, encierra una carga indudable de violencia. Negarlo sería de necios. La enajenación en nuestro oficio de escribidores es siempre necesaria. En cualquier arte es de obligado cumplimiento volverse loco, y luego recuperar la cordura justo a tiempo. Ese es el ejercicio que renta a la hora de producir obras que tengan cierto valor. Así que no me importa tontear con la locura de vez en cuando. Es obvio que el regreso se hace difícil. Pero no hay otra manera. En  el apasionante mundo de las letras no hay atajos. Se escribe con tinta de sangre o no se escribe. Así de simple y así de duro.

 Pero nos desviamos;  Mimar al mal es una pestilente costumbre.  Por el contrario, hacer de la existencia el motor de mi existencia me ha traído que parte de mi producción poética haya sido vetada por la gente que es incapaz de entender que el escándalo amplia las cotas de libertad de cualquier pueblo. De momento, la batalla de la corrección política la han ganado los prohibicionistas pero, a la larga, perderán la guerra porque al campo de la libertad no se le pueden poner puertas.  

Anoche, sin ir más lejos, recordaba a José de Espronceda. El poeta español que por su actitud inconformista ante la política y la literatura, encarnaba una de las dos vertientes del romanticismo español; la liberal. Esa corriente de pensamiento que los escritores exiliados trajeron a España. Él también pagó con la cárcel su actitud desafiante con los poderosos porque como muy bien decía nuestro Don Quijote: “por la libertad se puede y se debe aventurar la vida”.   Yo he aventurado muchas cosas y el precio pagado ha sido altísimo; amistades, relaciones,  dinero, energía y un sinfín de cosas que no puedo enumerar aquí. En este punto, sólo puedo añadir que a los que juegan a perderme, les suelo dejar ganar. Y es que yo nunca he buscado un final feliz sino vivir sin tanto cuento. 

No le he pedido nada a ningún semejante. No espero nada de nadie. No envidio a otro ser humano.  Mi Dios, como decía Don José en su canción del pirata, es la libertad. Mi fuerza el viento y mi única patria la mar. 


Sergio Calle Llorens

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