Acaba de escampar y, al fin, puedo dar una vuelta por estos
campos a los que les tengo tanta querencia. Las últimas luces, marcadas por un aire melancólico, rezuman en los muros de un viejo cortijo de aspecto
desvencijado. La
escena da paso a la prendida de las primeras estrellas. Luego llega la
reflexión.
Cumplo medio siglo de
vida. Cincuenta años. Cuatrocientas treinta y ocho mil horas. Y no me duelen
prendas en reconocer que mi existencia ha sido, en términos generales, un
fracaso absoluto. En mi defensa, si es que tengo defensa alguna, está mi absurda creencia de que es mucho mejor fallar en algo que amo, que
tener éxito en aquello que detesto.
En este balance que hago sobre mi media centuria, concluyo
que mi mejor versión nunca ha sido suficiente para triunfar en la vida. Soy,
por decirlo escribirlo francamente, una calamidad andante. Mis mejores obras no son mis libros sino mis hijos. Versiones muy
mejoradas de sus progenitores. Criaturas que, espero, sepan disculpar los
continuos desvaríos de un padre azorado por los vaivenes del mar de la vida. El resto es el fruto de una vulgaridad
aplastante y definitiva que deberán perdonarme. Especialmente mis lunas menguantes que fueron sus
ilusiones crecientes.
Podría defenderme afirmando que no soy un producto de mi
tiempo, sino un producto contra mi tiempo. Un marinero que navega contra la corrupción
de la corriente. Un verso suelto al que
algunos amarrarían, como al burro, a la puerta del baile. Sin embargo, como
ustedes ya deben estar barruntando, estaría faltando a la verdad que imponen
los hechos.
Sigo reflexionando sobre
mis primeras cincuentas primaveras en un otoño báquico y sensual, mientras
escucho el canto triste de los grillos que parecen decir que están con el agua
al cuello. Contemplo, absorto, como los pájaros nocturnos vuelan buscando un
lugar seco donde pasar la fría noche. Entonces, en el silencio abrumado una
idea cruza mi mente: Si mi vida ha sido un completo fracaso, qué podemos decir de las existencias de todos
estos gilipollas que llevan toda una vida en el mismo trabajo, en la misma
ciudad y aguantando a la misma pareja, y lo que les queda, sin saber que lo
importante no son los años de tu vida sino la vida en tus años. Cobardes que,
como dice la canción de Loquillo y los
trogloditas, tienen miedo a volar. Yo, en cambio, he volado tan alto que
todos mis aterrizajes han sido, digamos, de emergencia. Sólo de pensar en la
cantidad de veces que me estrellé y, a pesar de todo, sobrevivir para contarlo,
me entra la risa floja. He de reconocerlo: yo me pimplaba el néctar de la vida
mientras todos estos gurruminos profesionales bebían
el sueño de los justos.
¡Cincuenta años! Le digo a la anochecida justo cuando la luz
de la luna, en el verde profundo de los pinos, toma un color de rubia miel.
¡A por los próximos cincuenta!
Sergio Calle Llorens
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