Recuerdo mi imagen de adolescente en una marquesina de autobús
con una cara de panoli que asustaba. Acababa de ver a mi primer amor en los
brazos de otro tipo y marché en busca de amparo a un garito junto al mar.
Siempre la mar que competía con la banda sonora de mi existencia que componían Loquillo, Buddy Holly y otros muchos.
No bebí mucho aquel día, en verdad la depresión siempre me conduce a la
abstinencia, porque quería estar lúcido para mirar al asunto de una forma
certera y fría. Decidí, tras dos horas en silencio en la barra de aquel bar con
la única compañía de mi respiración profunda, que jamás me volvería a engañar
una mujer. Por supuesto, aquella no fue la última vez que me ocurrió pero, al
menos, pude convencerme de que mi miedo adolescente debía pasar a mejor vida.
Pasaron los años y aprendí a observar la fauna que me
rodeaba. Asimilé que lo mejor era abandonar el papel de presa y convertirme en
cazador adoptando el papel con una facilidad pasmosa. Era como si el rol
hubiese sido escrito para mí. A las chicas, al menos a las de aquellos barrios
marinos, les encantaban los niños malos cuyo único interés por ellas era
estrictamente sexual. Yo era alto, muy alto, y ni siquiera cuando intentaba
pasar desapercibido lo lograba del todo. Ya por entonces tenía predilección por los disidentes y los
rebeldes. Faltaba mucho para que la resaca noventera terminara
desembocando en la liturgia de la
literatura. En cualquier caso, el pánico había desaparecido. De aquel miedo por
la posible opinión que podía provocar mi presencia en tal o cual sitio, pasé a
preguntarme por qué esa gente no me gustaba lo más mínimo. Me sentía como John Wayne en Río Bravo con mi mano en
el cinto dispuesto a desenfundar si la cosa se ponía peligrosa. No dejé pasar una falta de respeto cuando,
loco de mí, pensaba que era un ataque a mi honor. Huelga decir que poco a poco
fui domando a la fiera que todos llevamos dentro; viajes, lecturas, el néctar
prohibido de muchas mujeres y, un deseo irrefrenable de olvidar a las personas
que tanta había aprendido a despreciar.
Hoy, muchos años después de aquello, he vuelto a ver a ese
chico delgado con cara de pánfilo reflejado frente a la marquesina.
Curiosamente había tratado de alejar ese recuerdo en vano
porque, cada dos por tres, esa imagen aparecía de forma traicionera a pesar
del tiempo transcurrido. Empero, ayer volví a ver al muchacho que fue capaz de
seguir caminando. Aquel niño que, pese a tenerlo todo en contra, ganó miles de
partidos en canchas ajenas. El adolescente rebelde al que la mayoría no tiene
nada que contar. Y de pronto un súbito orgullo conquistó mi pecho casi al mismo
tiempo que hacía acto de presencia su perfume a rosas silvestres, sus mejillas
de pecas y su voz aterciopelada. De mi
boca salió un sentido gracias por ser ella ingresé en el mundo de los hombres. Donde
quiera que esté ¡que Dios la bendiga!
Sergio Calle Llorens
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