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domingo, 19 de julio de 2015

LA BRISA DEL MAR ¿MENOR?


Trataba de conciliar un sueño que no me llegaba de ninguna de las maneras. Perplejo contemplé por entre las líneas de nubes que corrían veloces, una media luna que surgía esplendorosa. De pronto, en medio del silencio sepulcral de la noche mis oídos percibieron un sonido claro, fuerte e inequívoco. Era el llanto de una mujer, el sollozo reprimido de una persona dominada por una pena incontrolable. No llegó, aunque yo trataba de afinar el oído, ningún otro ruido más allá del reloj distante que marcaba las horas y el de las flores del jardín agitadas por la brisa del mar.
A la mañana siguiente pude conocer a la señorita que lloraba sin consuelo la noche anterior. Tenía unos profundos ojos azules que, para su desgracia, portaban un rojo como heraldo de las lágrimas de la noche anterior.  Sin saber muy bien por qué comencé a observarla en silencio. De una belleza indescriptible paseaba por los verdes recuadros de los campos de la curva bajo un bosque. Allí escondía, o eso pensaba yo, sus arcanos. Mujer de doble cara;  dura pero de una dulzura infinita. Una especie de dama de noche que compite en frescura con los musgos goteantes. Un ser luminoso que, aunque no hablaba mucho de inicio, mostraba una querencia especial por las conversaciones a voz queda. Dejé caer mi tarjeta de presentación pero se mostró reacia a recoger el guante donde llevo el número que lleva al placer.
Quería yo decirle que sería un buen maestro que, como todo el mundo sabe, es aquel que dice donde mirar pero no comenta jamás lo que hay que ver. Después de todo la sabiduría del mundo está encerrada en el interior de esa mujer y, con poco que se asome en su interior, se dará cuenta que su corazón lo engloba todo.
Sin embargo ella siguió adelante bordeando un arroyo ruidoso que corría con estrépito, formando espuma, por entre oscuros peñascos. Le grité desde lo alto de mi atalaya pero, o no me oyó, o se hizo la sorda. Y así transcurrieron muchas lunas. Ella envuelta en su misterio, incluso cuando los rayos oblicuos del sol convertían sus cabellos en hilos de oro. Y yo, pobre de mí, preocupado por esa indiferencia helada y el cielo oscurecido.
Tal vez lloraba por alguien que fue. Quizá por no haber encontrado a su alma gemela todavía. Fuera lo que fuese lo que desató sus lágrimas, a mi lecho viene a buscarme, y en cada madrugada, su bello rostro que, como a todos los seres sobrenaturales, les acompaña la brisa del mar que nunca es menor. Bien pensado quizá el motivo de su llanto se encuentre en su pertenencia a la orden de aquellas sacerdotisas que pueden ver la isla de los naufragios. Ese lugar en el que vamos a perecer los poetas malditos y los hombres solitarios. Que se enjuague las lágrimas y que escuche a la noche que tiene mucho que decirle.
Sergio Calle Llorens

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