Trataba de
conciliar un sueño que no me llegaba de ninguna de las maneras. Perplejo
contemplé por entre las líneas de nubes que corrían veloces, una media luna que
surgía esplendorosa. De pronto, en medio del silencio sepulcral de la noche mis
oídos percibieron un sonido claro, fuerte e inequívoco. Era el llanto de una
mujer, el sollozo reprimido de una persona dominada por una pena incontrolable.
No llegó, aunque yo trataba de afinar el oído, ningún otro ruido más allá del
reloj distante que marcaba las horas y el de las flores del jardín agitadas por
la brisa del mar.
A la mañana siguiente
pude conocer a la señorita que lloraba sin consuelo la noche anterior. Tenía
unos profundos ojos azules que, para su desgracia, portaban un rojo como
heraldo de las lágrimas de la noche anterior.
Sin saber muy bien por qué comencé a observarla en silencio. De una
belleza indescriptible paseaba por los verdes recuadros de los campos de la
curva bajo un bosque. Allí escondía, o eso pensaba yo, sus arcanos. Mujer de
doble cara; dura pero de una dulzura
infinita. Una especie de dama de noche que compite en frescura con los musgos
goteantes. Un ser luminoso que, aunque no hablaba mucho de inicio, mostraba una
querencia especial por las conversaciones a voz queda. Dejé caer mi tarjeta de
presentación pero se mostró reacia a recoger el guante donde llevo el número
que lleva al placer.
Quería yo
decirle que sería un buen maestro que, como todo el mundo sabe, es aquel que
dice donde mirar pero no comenta jamás lo que hay que ver. Después de todo la
sabiduría del mundo está encerrada en el interior de esa mujer y, con poco que
se asome en su interior, se dará cuenta que su corazón lo engloba todo.
Sin embargo
ella siguió adelante bordeando un arroyo ruidoso que corría con estrépito,
formando espuma, por entre oscuros peñascos. Le grité desde lo alto de mi
atalaya pero, o no me oyó, o se hizo la sorda. Y así transcurrieron muchas
lunas. Ella envuelta en su misterio, incluso cuando los rayos oblicuos del sol
convertían sus cabellos en hilos de oro. Y yo, pobre de mí, preocupado por esa
indiferencia helada y el cielo oscurecido.
Tal vez
lloraba por alguien que fue. Quizá por no haber encontrado a su alma gemela
todavía. Fuera lo que fuese lo que desató sus lágrimas, a mi lecho viene a
buscarme, y en cada madrugada, su bello rostro que, como a todos los seres
sobrenaturales, les acompaña la brisa del mar que nunca es menor. Bien pensado
quizá el motivo de su llanto se encuentre en su pertenencia a la orden de
aquellas sacerdotisas que pueden ver la isla de los naufragios. Ese lugar en el
que vamos a perecer los poetas malditos y los hombres solitarios. Que se
enjuague las lágrimas y que escuche a la noche que tiene mucho que decirle.
Sergio Calle
Llorens
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