La luz de la tarde se disuelve lentamente en un crepúsculo
primaveral bañado en naranja. Hemos navegado todo el día hasta que el
destino nos conduce a una cala donde detener el barco y acometer la cena. Bebemos
vino blanco del Penedés y unas gambas rojas de Denia que considero las mejores
por aquello de que se capturan en una sima por la que trascurren las corrientes
de agua que van a Ibiza. Allí se concentra una gran cantidad de placton lo que
contribuye a su crecimiento ejemplar. No obstante, no hay que descartar tampoco
que las de Palamós o Almería tengan el honor de reinar en ese mundo marino tan
desconocido para los que no conocen las delicias mediterráneas.
Cada cocina tiene su lugar; una paella es siempre valenciana
y siempre es mejor degustarla en Castellón que en Madrid. Allí frente a un mar
en calma voy acometiendo esas gambas que, a veces, desaparecen durante
temporadas enteras. Pienso que la gastronomía es un ejercicio de nostalgia pura
y dura. Rememorar a través de los sentidos del gusto el amor por el terruño. Por
otra parte, mi ideal culinario es la simplicidad que prescinde del innecesario
barroquismo. No soy partidario por tanto de las revoluciones en la cocina
teniendo en la cabeza aquella cocina materna llena de magia. Manduco los
majares marinos y dejo que el mar extienda sus olas blancas. La conversación
gira en torno a los misterios de la vida. Es curioso como la mar nos termina de
convencer siempre de nuestra pequeñez en el universo. El viento de poniente es
suave y, allí en la cubierta vemos como las primeras luces de un pueblo cercano
se encienden como antorchas. Tal vez es la sensación envolvente de la noche que
me hace sentir melancólico. De pronto, me entran unas ganas locas de escribir
aquella canción de amor que prometí. De improviso, raíces de plantas tristes
suben a mi gola cuyas ramas arriban directamente
del corazón. Pergeñar versos en el aire es difícil cuando la miriada de
movimientos marinos compite con los del alma. La tarta de fresa arriba en el
momento justo para alejarme, aunque sea momentáneamente, de mis brumas. Luego
hablamos de Montaigue, de Stenchal y del mismísimo Cervantes. La cocina
obviamente, ha pasado a un segundo plano aunque en mi interior se cuece un
cocido llamado tormenta.
Deviene el silencio en la noche en un cielo poblado de
estrellas. Estoy tumbado observando aquella bóveda celestial ajena a todo. Si
la comida exige que las cosas tengan el sabor de lo que son y que jamás estén
adulteradas, la mar reclama respeto a todos aquellos que nos adentramos en
ella. Nada de móviles ni de zarandajas de marinos de agua dulce que importunan
a los que conocemos su lenguaje. Neptuno tiene muy mal genio. Hay gente que no
merece, sencillamente, estar físicamente en el mediterráneo. Silencio y más
silencio mientras estrellas fugaces siguen cayendo del cielo. Me estremezco en
mi más fría soledad cuando la luna viene a acostarse a mi cama, que es la
cubierta de ese bendito barco. Pegado a estribor contemplo el bellísimo
nocturno. A lo lejos suena la sirena de un barco que me hace recordar historias
de naufragios que, como muchos sueños, tienen querencia por el fondo del mar. La
madrugada sigue entre el espectáculo del firmamento y ondas oscuras. Seguimos
navegando por el azaroso mar de la vida y no, no quiero cerrar los ojos nunca.
Sergio Calle Llorens
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