Las mujeres de veinte años son como los electricistas porque nunca dejan pasar un buen empalme. Sin embargo, estamos ante cosas distintas, igual que no es lo mismo un historiador serio que un fabulista acarajotado como Blas Infante. Por lo tanto, muchos suelen empalmar historias aunque no peguen ni con cola. De eso les voy a hablar hoy.
Abrir una empresa en España te puede costar unos tres mil euros. En Inglaterra te puede salir por setenta. En estas tierras del sur, debes empezar a pagar impuestos desde el primer día, junto con esas terribles declaraciones de IVA trimestrales. En el Reino Unido, no pagas nada hasta que llegues a ganar unos 100.000 euros anuales. En verdad, no hay que acoquinar nada hasta que pasen veintiún meses desde que se da de alta a la empresa, pero, insisto, eso ocurre cuando se tienen beneficios. Además, si uno tiene prisa en poner el negocio a funcionar, en un día todo está hecho y, a golpe de click.
En el Reino Unido no hay ningún miedo a llamar a las cosas por su nombre. De ahí que el empresario sea llamado como tal y, no como en España que usamos eufemismos como emprendedores para no excitar la imaginación de los envidiosos. Una forma, como otra cualquiera, de calmar a la turba que jamás pudo dormir en un hotel de cinco estrellas
Empalmar cables en España, desde un punto de vista empresarial, termina en múltiples quemaduras por la sobrecarga eléctrica de los impuestos pero, por supuesto, hay mucho más. Uno de esos aspectos que llevan al achicharramiento del Homo Empresarialis, es esa costumbre a no pagar por los servicios prestados. La administración paga, si todo va bien, a noventa días. Los comercios a reposición.
Recuerdo cuando vendía caldos locales en el país malagueño, y en cada lugar, en cada esquina, siempre se iban quedando con la mercancia al grito de "a reposición". Incluso tuve, luego eso cambió, que pagar por el IVA que yo no había cobrado. Esa estúpida frase me llevó a imaginarme diciéndole a ese mismo dueño de restaurante tras una copiosa cena, que le pagaría a reposición, es decir, cuando a un servidor le viniera en gana volver a consumir sus estupendas viandas. Por supuesto, el empresario no lo hubiera entendido. Yo tampoco Por eso, decidí que solo aquelllos que pagaran la mercancia en el momento de recibirla, serían servidos. Aquella decisión mía, de la que no me arrepiento, dio con el cierre del negocio. Hoy sigo convencido de que tomé la decisión correcta.
Pocas personas saben que la mar es un medio excelente para envejecer el vino e, incluso, madurar las ideas. Yo me senté frente a la patria salada y de una de sus olas rizadas me vino la solución ideal a mis problemas. Olvidé esos caldos y me concentré en el negocio que me salvaría la vida. Comencé a bailar, junto a la Diosa Noctiluca, al ver la luz cegadora de la sabiduría. Hoy la palabra reposición apenas evoca en mi cerebro un deseo de volver a ver algunas series nórdicas de misterio de las que soy un ferviente seguidor.
¡Que repongan sus muertos!
Sergio Calle Llorens
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