Mi padre solía contarnos esta historia junto al fuego para
ilustrar el tema de la suerte; un hombre era agricultor y tenía un caballo que
le hacía todo el trabajo sucio. Un día, el caballo se escapó y los vecinos
vinieron a interesarse por el asunto. Más que nada querían solidarizarse con el
pobre hombre. –Qué mala suerte- dijo el amigo Bernardo. Sin embargo, el
agricultor se quedó pensativo y replicó; ¿Buena suerte, mala suerte? ¿Quién
sabe?
Dos semanas más tarde, el animal apareció con una manada de caballos
que se había traído de las montañas. El agricultor, de un golpe, recuperaba a
su amado amigo y se quedaba con algunos ejemplares más. Entonces los vecinos
fueron a felicitarle por la buena nueva. El agricultor sonrió y volvió a
responder con un escueto; ¿buena suerte, mala suerte? ¿Quién sabe?
Al día siguiente, uno de los hijos del agricultor comenzó a
montar a uno de los caballos salvajes. Al principio todo fue bien pues el
animal parecía seguir las indicaciones del muchacho, pero finalmente el corcel
lo derribó rompiéndole una pierna. Una vez más, los vecinos lamentaron el
percance con un; ¡qué mala suerte! Empero, el agricultor les dedicó su frase
favorita; ¿mala suerte, buena suerte? ¿Quién sabe?
No habían pasado ni 24 horas, cuando los hombres del Rey nuestro
señor llegaron al lugar para reclutar a todos los jóvenes sanos del pueblo. El
hijo del agricultor no fue llamado a filas porque tenía la pierna fracturada
por tres sitios diferentes. ¿Buena suerte, mala suerte? ¿Quién lo sabe?
Con esta historia mi padre nos ilustraba de la suerte como
aquella fortuna que nos ocurre sin que hayamos hecho nada por merecerla. Véase
ganar a la lotería o encontrarnos dinero en el suelo. La buena suerte, en
cambio, es aquella que llega por nuestra actitud y aptitud. Años de trabajo que
culminan con la recogida del fruto que tanto anhelamos. La mala suerte es el
inverso de la anterior.
Sergio Calle Llorens
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