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lunes, 30 de septiembre de 2013

EL DUELO

Matar o morir. Vencer o perder. Mandar al adversario a cenar con Jesucristo o visitar el infierno antes de tiempo. Luchar por tu honor o arrastrarlo por el suelo. Para salir del entuerto, no hay nada mejor que una espada y que sea Dios el que decida a quien corresponde seguir en este valle de lágrimas.
Caía una lluvia invisible que nos calaba los huesos y, al fondo, se oía al cielo rugir con su celestial pirotecnia. Su posición de defensa era la tutta porta di ferro mezzana.

 En  realidad, todas las guardias son precisas y ninguna lo es. Todo depende del hombre que porta la espada. Todas cierran líneas abiertas al principio para habilitar, irremediablemente, acciones al contrario. La gracia es tener claras sobre éstas últimas y estar prevenidas de ellas. Echo el cuerpo hacia delante para estocar una vez trabadas, dando medio paso justo cuando es necesario. Los tratados de esgrima escritos siglos atrás son farragosos y, a cual más denso y cabalístico. Sin embargo, yo me guío por un instinto de soldado viejo que aplica el principio de la esgrima española; “Rápida y con intención de matar”. Un relámpago ilumina el callejón. Mucho acero para malgastar a esas horas. Mi esgrima intuitiva me hace cerrarle la salida, una vez más. Los dos sudamos. El enemigo sube una punta para golpearme desde la parte inferior, es decir, dentro del arco, pero puedo voltear el arma mientras busco con furia su tercio débil con mi fuerte, engavinarlo y le pincharle a placer. Grita de dolor. Tras desarmarlo, tomo su espada y le invito a seguir peleando. Sé que aunque lo de primera sangre ha sido una formalidad acordada antes del cruce de aceros, yo sigo sin estar satisfecho. Me dice que no y me señala la herida que sangra copiosamente, pero no cedo, o lucha o no tendré piedad alguna. En realidad, no la voy a tener de ninguna de las maneras.

Traza círculos, diagonales, cierra y choque de aceros, pero todo es inútil. Lo hiero varias veces y tras la última refriega, tira la espada. Es un momento triunfal en el que la banda sonora es la lluvia inmisericorde que cae desde el cielo. Aprovecho la ocasión para ponerle mi espada en el cuello. Siento el miedo y la desesperación que siente el hombre que, hasta hace unos días, levantaba falsos rumores sobre mi persona. Debería de matarte aquí mismo, eres un cerdo y un hideputa. Asiente entre lloriqueos para murmurar que retirará lo difundido por las redes sociales. Retiro la espada para volver a herirle en el único hombro que le quedaba sano. Aúlla de dolor. Se encienden unas luces de casas cercanas y un perro ladra en la lontananza. Afilo el colmillo y le hago la última advertencia. Vuelve a asentir. Le tiendo una mano para ayudar a levantarlo pero deniega el ofrecimiento. Me encojo de hombros y me pierdo en la noche con la única compañía de mis pensamientos a los que llegan voces de camaradas que se fueron. Imágenes de mi maestro de esgrima, de viejos soldados adscritos a otras unidades de campaña. Gente que, como decía el dicho, todo lo aguantan en un asalto menos que les hablen alto. Enfundo mi espada al percibir unos pasos cercanos en el empedrado de la calle pero no veo a nadie. Camino sólo y pienso en que esa noche he estado a punto de usar aquel viejo movimiento de espada conocida como “la irremediable”. Afortunadamente, todo ha quedado en un susto para el mentiroso y, en un triunfo sin paliativos para el que suscribe. Un duelo más, y no será el último.

Sergio Calle Llorens

3 comentarios:

  1. Que belleza de artículo, que intensidad y que desenlace. Te imagino con la espalda y me derrito. Besos

    Alicia

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  2. Es emocionante leer algo como esto en los tiempos tan vulgares que corren. Eentiendo que a veces lo mejor es usar la espada para defender nuestro honor. Ya sé que el honor no se estila en nuestros tiempos pero es una palabra bella y plena de significado. Alberto Planas.

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