Era una noche y ventosa y fría cuando la otoñada buscaba el invierno. Recuerdo el ulular del viento y la lluvia chocando contra los cristales de mi habitación. En aquel momento di gracias por estar bajo las mantas y no en una fría carretera aguantando la tormenta. Entonces, oí la voz de un hombre que se colaba por las ondas. Yo no le había invitado a entrar, pero nunca le pedí que se fuera. Se trataba de Juan Antonio Cebrián, el creador del programa mítico “La Rosa de los Vientos”. Estaba narrando la batalla de Waterloo con suma maestría. La alineación de los soldados, las tácticas, Napoleón y el Duque de Wellington frente a frente. Cada cañonazo, cada bala, cada movimiento eran revelados por el locutor como si realmente hubiera sido testigo en el campo de batalla. Desde aquel momento, supe que había encontrado a alguien que era capaz de llevar la historia a su máxima expresión. Luego vinieron sus secciones de misterio, su ecologismo racional, los adelantos científicos. Así que cada madrugada oía al bueno de Cebrián, tan contento y feliz como una lombriz, tratando de enigmas arcanos, y todo con la mágica madrugad de testigo. Noches junto a una selecta audiencia en la que nos desvelaba los misterios del mundo mientras el resto de la humanidad duerme. Cebrián con su voz aterciopelada, su fino sentido del humor era capaz junto a sus colaboradores de llegar a la perfección de la comunicación con suma sencillez. Todo parecía una ceremonia iniciática hacia la excelencia.Puedo confesar que por su culpa, pasé muchas horas de sueño en mis interminables jornadas laborales. Tal era mi adicción al programa que incluso cuando vivía fuera de España, hacía todo lo posible por escucharlo: Los crímenes, la historia, los secretos del mundo del espionaje con el gran Fernando Rueda, en su materia reservada; o el mismísimo Carlos Canales, la reencarnación del Conde de Saint Germain. El hombre que todo lo sabe cuyo cerebro es lo más parecido a una potente computadora de última generación. Pero aquella escuela druídica sufrió un revés duro cuando el generoso capitán de aquella nave se paró una tarde, haciendo bueno aquella canción de Billy Joel: “Only the good die young”. Caprichos del destino. Entonces, el barco de la Rosa de los Vientos comenzó a ser capitaneada por alguien, que en mi modesta opinión, no está a la altura del programa. Su nombre, Bruno Cardeñosa.
Con un verbo difícil y enmarañado, Cardeñosa ha tratado de ser fiel al programa pero le ha dado un toque muy personalista. Sus diatribas ideológicas no son ya el guante de seda de Cebrián, sino un puño de hierro que golpea el oído y la inteligencia de los oyentes. Las madrugadas no son un continuo desfile de sabios, sino un paseo por las paranoias del conductor del programa. Todo en consonancia con todos los conspiranoicos del mundo. Y no es que yo no crea en conspiraciones, pero lo suyo conecta perfectamente con la patética teoría franquista del plan judeo-masónico para destruir España, sólo que su pie cojea de ideología crepuscular. Por eso, no me extraña su atrevimiento al afirmar que Venezuela es un ejemplo de democracia. Hoy, ya no tiene a Carlos Canales a su lado para que ilumine el paso, aunque bien pensado, a Cardeñosa le gusta caminar por las oscuras cloacas del poder que dice conocer también. Experto en Wikileaks, ha sido capaz de escribir un libro- al que le da publicidad todo el tiempo- de un fenómeno tan reciente. Un trabajo que en ningún caso viene a demostrar nada de interés, únicamente un gusto por aquellos que puerilmente piensan que los gobiernos no deben tener secretos, y todo, absolutamente todo ha de estar expuesto a la luz pública. Desgraciadamente, la rosa de los vientos ha dejado de ser el programa que un día fue. Algo normal, si tenemos en cuenta que el gran Capitán Cebrián era un experto navegante que conducía su nao por los siete mares, y la rosa de los vientos es mucho barco para el marinerito de agua dulce que responde al nombre de Cardeñosa. Una pena, una auténtica pena.
Sergio Calle Llorens
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