Lidiando con
la vida encontré a gente que confundió mi silencio con ignorancia, o mi amabilidad
con debilidad. En verdad, la compasión y la tolerancia no son señales de flaqueza
sino de fortaleza. Podría decir que, al margen de Pla, Montaigue y los
grandes escépticos, las más hermosas certidumbres están hundidas en la
mullida almohada de la duda. Por eso puedo decir que mi única convicción es la
de haber aguantado demasiado a muchas personas que nunca me quisieron del todo.
Lo escribo como señor comprensivo y navegado. Otra de mis certezas es la de
que nunca he de viajar al lugar donde fui feliz porque todo habrá cambiado. Sin
embargo, alguna cosa s´ha de fer per passar l´estona.
A veces
cuando el Mediterráneo comienza a tener momentos de
flaqueza, un servidor recuerda a esas mujeres que me amargaron la existencia. Me
viene a la memoria aquella muchacha de mi juventud. Una morenaza de armas
tomar que me declaró su amor para, a renglón seguido, echarme a la cara que siempre
me estaba riendo. No barruntaba aquella dama los dramas personales que los dos
viviríamos y es que si no te ríes con dieciséis primaveras, desconozco
para cuándo había que dejarlo. También recuerdo a una señora que, tras conocer
mi querencia por las pelirrojas, pasaba sus jornadas narrándome la cantidad de
defectos de esa raza de mujeres y lo mal que envejecían a diferencia de las
morenas, las calvas y las rubias platino que, como todos sabemos por
experiencia, llegan a la vejez hechas unas rosas. La pobre vive hoy vive con el
satisfyer entre las piernas y el rencor por el hombre que le abrió las
puertas a mundos desconocidos, pero le cerró el corazón para siempre. También me acuerdo de aquel amor que nació
bajo una luz dulcísima y un viento suave de
levante. Ella era la pecosa que me llevó del cielo al infierno sin pasar por el
purgatorio. La dama que me hizo sudar ríos de tinta y me colocó en el potro de
tortura durante años. La misma que justificó la ruptura porque mis amigos no
eran ni funcionarios ni abogados ni de buenas familias ni falta que les hacía.
Ellos eran, simple y llanamente, mis camaradas de armas: escritores, editores, soldados,
administrativos, luthiers, músicos y un largo etcétera. Y a ninguno de nosotros
tiene ella nada que contarnos hoy.
Lidiando con la vida aprendí a tener más de lo que muestro, a hablar menos de lo que sé y en esta oscura madrugada encuentro el fulgor que tanto ha guiado mi existencia. Una luz que ilumina esta inscripción grabada a sangre y fuego en mi piel: el mal siempre acecha, aunque se disfrace con ropajes de mujer y se esconda tras una bella sonrisa.
Sergio Calle Llorens